El soberano ridículo
Por Joaquín Trujillo, investigador del CEP
Que los latinoamericanos seamos semidioses lugareños que pueden sobrevivir soberanamente de espaldas a la racionalidad (porque es de supuesto origen europeo) o, en su lugar, niñatos provincianos, remedos de todas las modas mundiales, incluidas las más pasajeras de los países de la OCDE, es a estas alturas del partido un debate tan opacamente anticuado que no luce la gracia ni de una reliquia.
Fue el obligado de intelectuales americanos a mediados del siglo XIX. Unos exigían comportarse de la forma más contraria a los europeos para rehacerse legítimos americanos, promoviendo cada uno de los usos y costumbres previos al desembarco colectivo de Europa en América (los soberanistas de la parte). Otros (los soberanistas del todo), estupideces tales como que había que hablar francés en vez de español, pues era el idioma de los colorines conquistadores y de los curas oscurantistas, uno inepto en procesar los avances filosóficos y tecnológicos. En cambio, el francés, decían ellos, es la comunicación civilizada, la de todo lo que está por venir. La tontería siempre consigue herederos. Hasta hace poco muchos propalaban lo mismo del inglés, y ahora del chino.
Afortunadamente, los latinoamericanos no hemos hecho tanto el soberano… sí, el soberano ridículo, gracias a espíritus tan espléndidos como el de Andrés Bello, en el principio de estas disputas, o el de Jorge Luis Borges, ¿en el final de ellas?
El gran caraqueño vio que ambas tendencias no tenían sentido alguno. Observó aspectos propiamente americanos dignos de preservar y fomentar, como también foráneos con los que había que hacer igual. Además, aspectos propios y ajenos que era mejor rechazar. Se trataba, para él, de conseguir un equilibrio singularísimo entre el afuera y el adentro, entre el pasado y el futuro. Cuando diga que debemos imitar a los países europeos en la independencia de espíritu, resumirá ejemplarmente su fórmula: se requiere una imitación de segundo grado, una metaimitación, vale decir, imitar en la no imitación, lo cual supone estudiar y pesar al otro, no simplemente ignorarlo o bien acríticamente servirlo.
Mientras muchos escritores latinoamericanos practicaron (y todavía hoy practican) una literatura de la periferia anecdótica, una escritura que se autorreduce a la casuística americana, sin jamás atreverse a pulsar las fibras del núcleo de la “civilización”, un escritor como Borges hizo precisamente lo contrario. El bonaerense introdujo sus gauchos babilónicos en Ginebra y Austin (Texas) no para exhibirlos en el zoológico exotista en que se habían arranchado otros trasplantados. Más bien, con ellos invadió el tratado lógico-filosófico del mundo hegemónico, y lo logró.
Bello y Borges fueron almas mellizas. Ambos clavaron en el cosmos esa pica a la que, como decía Carlyle, aferrarse en el caótico torbellino de las cosas. Las soberanías de la parte -o del todo- dan para extravíos, pero hubo quienes no se dejaron desvestir.