El último gabinete
El presidente decidió poner fin al gabinete surgido tras el 18-O, centrado en las personas moderadas y liberales que suele representar Evópoli, y trasladar al gobierno a las figuras más representativas de sus dos partidos mayores.
No parece exacto decir que es un cambio de “palomas” por “halcones”, aunque el ingreso del senador Víctor Pérez al Ministerio del Interior podría tener ese significado si fuese el único. Es un hecho que es una alternativa que satisface al ya exasperado reclamo de los partidarios del gobierno por aceptar el maltrato sin contrapartida que la oposición le ha dado al ministro Gonzalo Blumel y por la rebelión anómica, caótica y también sin respuesta de sus propios diputados y senadores.
Lo más importante no es esto, sino que el presidente decidió trasladar a su gabinete la división clamorosa de sus partidos de base. Parecía lógico esperar a que ellos resolvieran sus crisis de liderazgo para después replantear su relación con el gobierno. Pero las fechas en que ello puede ocurrir mediante elecciones internas, noviembre para RN y diciembre para la UDI, están a la distancia de una eternidad política. De modo que Piñera decidió invertir el orden e incluir a los principales adversarios de RN –Andrés Allamand y Mario Desbordes- y de la UDI –Pérez como aliado de Jacqueline Van Rysselberghe y Jaime Bellolio-, en condiciones de relativa igualdad, en el equipo ministerial. Parece un esfuerzo final para que la ropa se lave en casa y se modere ese fuego cruzado donde La Moneda queda al medio.
Por supuesto, esto no es ninguna garantía de que las tensiones intestinas cesarán. No fue así en ninguno de los gobiernos de la Concertación, aunque ninguno tampoco llevó tan lejos la representación oficial de las fracciones en la foto oficial. Peor aún: si este gabinete dura lo que debería dudar, tendrá en noviembre a los candidatos de las internas de RN y en diciembre a los de la UDI, en ambos casos con las elecciones más duras de los últimos años.
Pero, por el otro lado, es un gabinete con una sucesión de desafíos como no ha tenido otro en mucho tiempo: primero, el proceso de desconfinamiento, que será todo lo problemático que pueda ser, según anuncian los grupos decididos a que el gobierno no consiga ni un solo aire de triunfo; en paralelo, la reducción de la violencia en la Araucanía, que parece fuera de control en algunas zonas; luego, el aniversario del 18-O, que otros sectores querrán constituir en un nuevo hito insurreccional; y, sobre la marcha, la preparación y ejecución del plebiscito constitucional, con todos los problemas de información y participación que ya se divisan. En este último caso hay que agregar las posiciones altamente divergentes de los nuevos ministros sobre la naturaleza misma del plebiscito.
Este no es, para decirlo en breve, el gabinete del diálogo. Ese objetivo ya no es prioritario.
Desde el punto de vista de La Moneda, no hay interlocutor disponible. Desde el punto de vista de la oposición, el gobierno no ha terminado de rendirse.
El presidente ha buscado que la procesión se lleve por dentro y que se reponga algún grado de solidaridad de sus partidos con el gobierno. Después de una sucesión de luchas perdidas, privilegia la necesidad de reagrupar las fuerzas. Es la primera vez que lo intenta, aunque se trata del quinto cambio de ministros y el segundo inducido por una incontenible presión externa. Considerando que es un gobierno que inicialmente se ufanaba de la alta racionalidad de su diseño, es bastante probable que el presidente desee también que sea el último.
Si es verdad que las amenazas unen a los equipos, el nuevo gabinete debería ser un grupo compacto, que le pudiera devolver a la derecha algo de la autoestima que tuvo hasta marzo de hace dos años.
Pero no siempre es verdad.
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