
El último viaje de Mario Vargas Llosa

Ha partido Mario Vargas Llosa. El domingo por la tarde, en su casa de Barranco, mirando el mar y el farellón. Como algunos peces, ese Perú que muchas veces tanto le “dolió” fue el lugar que eligió -en medio de una multifacética vida- para morir.
Murió en la ciudad, que citando a Salazar Bondy llamó su “Lima la horrible”, esa que describió entre la vida adolescente del escritor en ciernes en Miraflores, a la de la década de los ochenta que se deshacía en los aciagos días del terrorismo urbano y de la sierra como plasmó en varios de sus libros. Vargas Llosa diseccionó el tiempo que le tocó vivir, y supo construir personajes entrañables -como los que sólo Mario podía definir- que buscan, perdidos en un tiempo violento, la belleza entre el horror, ya que si algo caracterizó la literatura del escritor peruano, fue esa capacidad de delinear personajes con los que él revisó o revivió toda la vida social de un país, para convertirlo, en lo que Balzac denominó un verdadero novelista.
Las palabras a Mario desbordarán los diarios, las redacciones y probablemente serán mejores que éstas, pero no quisiera dejar pasar esta líneas para rendir el homenaje de un lector anónimo que lo consideró su amigo -aunque él no lo supiera- por la vía de su lectura -lo que nos ocurre a los lectores- y que tuvo la suerte de conocerlo por allá, en los últimos años del siglo pasado.
Si algunos rasgos pudiese resaltar de una figura tan multifacética, era su amor por escribir, pero sobre todo por leer. Este último rasgo distintivo, es tal vez, para mí, el más interesante. La disciplina de Mario, nos enseñaba que un buen escritor, no solo debía tomarse el trabajo de “escribidor” como un trabajo, con horarios; sino que ello requería de práctica, de autocontrol, y sobre todo de dedicar largas horas a leer a los grandes y a los clásicos. Por cierto, sin Balzac, Faulkner, Sartre, Hemingway, Malraux o sin Proust, no habría sido el escritor que fue, tal como muchas veces lo reconoció.
Leer, ese acto de disciplina, es también un acto permanente de rebeldía. Leer, y leer especialmente novelas, es hacer arte también, aunque no se crea, o al menos del arte, un lugar de refugio, de guarida. Leer es recordar, volver a sentir a través de las palabras propuestas por otro, para entregarlas a nuestra imaginación, pero sobre todo para curar el alma. La risa de la “Tía Julia”, la grisura de “La Conversación en La Catedral”, la maldad, el autoritarismo de “La Fiesta del Chivo”, pasan como Madame Bovary por nosotros trasmutando las palabras del escritor y transportándonos a nuestras más profundas emociones, incluso transformándolas. No por nada, el primer personaje de la lengua española moderna es un demente que ha perdido la razón leyendo novelas, y lucha por defender el honor y la libertad, acompañado de un fiel escudero.
Para quienes tenemos la manía y el placer de hacerlo, en cualquier lugar y momento, en cualquier ocasión, sabemos que la literatura tiene la capacidad de salvarnos de lo que nos rodea y, por eso, la tarea de un buen escritor es despertar ese irrefrenable deseo de transportarnos, con él, más allá. Leer es una forma de sumergirnos en la pasión de evadir el tedio, el horror o la falta de belleza que nos circunda, esa que tanto falta en el mundo de hoy. Estética tan necesaria para sentir un lugar en el mundo o nuestro lugar en él. La novela, salva, y a mí me ha salvado en momentos de dolor, melancolía y alegría. Tal como decía Mario, sobre el acto de escribir, el lector siente que leer es lo mejor que le ha pasado, significa para él, la mejor manera de vivir y sentir, con prescindencia de los eventos y consecuencias políticas, sociales o económicas que rodean la vida. Por eso, la partida de un escritor como Mario es la partida de un amigo íntimo y se siente, se duele, pues sus letras, acompañadas a las de tantos escritores como Borges, García Márquez, Amis, Rushdie, McEwan, Semprún, Eco, Yourcenar, Mailer, Faulkner, Tolstoi, Houellebecq o Perec -la lista podría ser interminable- han entrado en mi alma, y han tocado, con su magistral forma de contar nuestra imaginación, nuestros más profundos sentimientos, sintiendo al leer una imparable posibilidad de emocionarse, de sentir distinto, de apartarse de la realidad por un momento, o de tener una aproximación al sentido distinta, cada vez que leemos un mismo libro.
La verdad de las mentiras -como decía Vargas Llosa- nos entrega en definitiva un espacio de libertad absoluta para llevar, con la buena literatura, nuestro ser más allá, en un viaje infinito que no termina en la muerte, sino en la vida, esa que triunfa y sobrevive en la obra.
Quizás esa libertad, ha llevado a Mario a entender, en un gesto de humildad, que su última hora la viviría en su casa limeña de Barranco, rodeado de su familia, de la prima Patricia -que tanto lo quiso y perdonó- allí mirando el mar limeño, en la ciudad del Leoncio Prado, de La Prensa, del bar “La Catedral” donde Zavalita escudriña la grisácea Lima de Odría, donde un joven Vargas Llosa se enamoró en cines de Miraflores de la Tía Julia, generando un escándalo de proporciones para la época. En privado, sin luces, porque la luz es su obra, y el homenaje a ella su desaparición silenciosa, más allá del personaje.
Mario ha dejado instrucciones clarísimas -como un acto de libertad final- que su funeral sea privado, sin actos públicos, sin ceremonias fúnebres de Estado -que merecía- pues, sabía, probablemente, que su libertad no es la del cuerpo, sino la que nos entregó a todos a través de sus libros y lo que perdura no es la existencia, sino aquello que se deja tras de sí, en este caso, una obra gigantesca que incluye novelas memorables, ensayos libres y sin miramientos, y hasta obras de teatro que él mismo, laureado hasta el cansancio, se atrevió a interpretar sobre el escenario.
Se ha ido un amigo, ese que nos llevó a viajar a la Polinesia de Gauguin, a la selva del Amazonas peruano, a Piura, a las calles de Arequipa o al Congo y la industria del caucho, a la sierra del Perú y asistir a las horas finales del dictador Trujillo o de la Guatemala de Jacobo Arbenz.
La vida de Vargas Llosa fue una vida libre, múltiple. Mario fue el último gran intelectual, el polemista comprometido, siguiendo a Malraux. Su compromiso con lo que le rodeaba se mantuvo hasta el final. Mario era la libertad, y no trepidaba en ella como liberal; quienes en nuestras vidas hemos ido acercándonos a ese legado, tenemos en Mario al ejemplo de quien siempre, desde su desilusión profunda, pensada, como un proceso de discernimiento, con los socialismos reales, defendió sin miedo la democracia y la libertad, fuese donde fuese, a veces con éxito, otras con errores, pero siempre con compromiso. Cuando aventurarse a ser Presidente del Perú era un acto casi suicida, no le importó granjearse el exilio de Fujimori y el alejamiento de un país, que en sus horas más oscuras le maltrató. Pero Mario no claudicó, más allá de los premios, su adhesión no se adormeció y se enfrentó a los nacionalismos patrioteros, a los identitarismos brutales de la cancelación, a la defensa irrestricta de la democracia, pues -como dijo en Chile- suponer que hay dictaduras buenas o malas, es olvidar la inmensa fractura que éstas dejan a una sociedad.
Mario fue eso, un liberal que vivió su vida con la libertad de quien disfruta, se enfrenta y se compromete con lo que lo rodea, eso incluso pagando altos costos. Pero por sobre todo, Mario fue un escritor sobresaliente, magnifico, un hombre que a los lectores nos llevó a disfrutar y entregarnos a una forma de narrar que nos lanzó en manos de otros -sus propios maestros- en ese legado de tradición infinita que es la literatura.
Hoy que Mario, ese agnóstico perplejo ante la creación ya no está, nos resta su obra, pero sobre todo su genio principal, ese de invitar a leer como un acto de rebeldía, amor y libertad para hacer de la vida una un poco mejor, para dotarnos y aguzar la capacidad humana de pensar y sentir, eso que tanto hemos adormecido en este cuarto de siglo.
Yo solo puedo decir, como lector que pudo conversar una vez con el amigo, Mario me harás falta.
Por Gabriel Alemparte, abogado.
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