El único proceso democrático
En recientes declaraciones, la presidenta de la Convención Constitucional, para defenderse de la serie de críticas que se han identificado, planteó que el proceso que ella dirige es el “único proceso democrático que hemos tenido”. Si bien sus palabras pueden interpretarse en comparación con la Constitución de 1980, la autorreferencia de sus palabras forma parte de un coro generalizado donde varios convencionales han ido a los medios a enfrentar las críticas con emotivas alabanzas a sí mismos.
La sensación de que la Convención ha entrado en una especie de autocomplacencia, mientras alrededor disminuye la aprobación al trabajo que realizan, tiene a los religiosos del Rechazo en un estado de placer infinito. Durante el plebiscito de entrada, no se veía muy amable el rostro de quienes estuvieron por no escribir una nueva Constitución, pero hoy pareciera que no es necesario sacar de las sombras a aquellos para que hagan campaña.
Tienen razón los convencionales cuando plantean que ha habido desde los inicios una campaña destinada a desprestigiar la Convención, que ha hecho selección cuidadosa de sus yerros, o de los puntos que sabe que tocan más el alma de la ciudadanía. Un ejemplo de ello es la amplia difusión de propuestas sobre cambiar símbolos del país, como la bandera o la canción nacional, aun cuando son ideas que no fueron aprobadas en el pleno o a veces en las comisiones. De la misma manera, en la Convención pisaron la trampa ingeniosa sobre la discusión de la propiedad de los fondos de pensiones, asunto extremadamente sensible para los votantes de clase media.
Pero culpar a la oposición no es suficiente. Hay dentro del organismo una competencia de egos que ha terminado dañando el propósito colectivo. Si se revisa la lista de los asesores de los convencionales, hay una mayoría clara de profesionales cuya función es administrar las redes sociales. Su trabajo se ha centrado más en destacar cómo trabaja su jefe que en difundir propuestas y ocuparlas como una herramienta para conversar y entender las audiencias.
Es completamente legítimo que haya personas o grupos a los que no les guste la idea de cambiar la Constitución, y la Convención debiera plantear la conversación desde los argumentos en vez de la superioridad moral. También es razonable pensar que, dentro del organismo se esté generando un espíritu de cuerpo que busque defenderse de todos los ataques recibidos, como pasa en muchas instituciones. Pero sobrerreaccionar como lo hizo la presidenta, colocándose en un estándar moral superior, da a entender que quienes tienen a cargo escribir un nuevo texto constitucional viven en un submarino amarillo y no en el país democrático que tenemos hoy.
La Convención en esta hora crítica necesita más aliados, y pareciera que trabaja para tener menos. Si quiere construir un sentido colectivo, el exceso de alabanzas a sí mismos y los factores de superioridad democrática deben ser dejados de lado. Debe ampliar los espacios de conversación para no llegar al plebiscito con el dilema de elegir entre un documento no consensuado y la Constitución del 80. En ese sentido, el Presidente Boric en dos ocasiones se ha referido ampliamente al tema, y el camino que propone para que tengamos un texto constitucional legítimo, que cuide a la nación, permita la profundización de nuestra democracia y una paz social duradera es el correcto.
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