El voto obligatorio: ¿una panacea?

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Por Federica Sánchez y Fabián Pressacco, académicos Departamento de Política y Gobierno, U. Alberto Hurtado

Hace algunos días, el voto obligatorio recibió media sanción en el Congreso nueve años después de haber sido reemplazado por el sistema de voto voluntario en 2012. En esa ocasión, se dejó atrás la fórmula inscripción voluntaria en los registros con voto obligatorio por inscripción automática con voto voluntario. La discusión de esta nueva reforma al sistema electoral responde en gran medida a los niveles de participación observados en las sucesivas elecciones que se realizaron con el sistema de voto voluntario. Entre estas, solamente el plebiscito del 2020 logró apenas superar el 50% de participación, pero este hito no se pudo sostener en las pasadas elecciones a convencionales constituyentes, alcaldes, concejales y gobernadores regionales, cuya participación fue de 43%.

Sabemos que la participación no es uniforme, sino que está sesgada por el nivel socioeconómico de los ciudadanos. Aquellos individuos con mayores niveles de ingreso y mayor educación suelen votar más que los que pertenecen a sectores socioeconómicos vulnerables. Es importante destacar que estas dos dimensiones están fuertemente correlacionadas en nuestro país. Entre los individuos con bajos niveles de ingreso, la abstención está mucho más extendida en comparación con los sectores de mayor poder adquisitivo. De allí la importancia de destacar el comportamiento electoral en el plebiscito de octubre del año pasado en el cual votaron más personas jóvenes, así como ciudadanos y ciudadanas de comunas con menores niveles socioeconómicos.

El problema de la baja participación radica en el hecho de que quienes votan y quienes no lo hacen son sustancialmente distintos y tienen preferencias diferentes. Un bajo porcentaje neto de participación no sería un problema si la participación fuese transversal; es decir, representativa, distribuyéndose a través de todos los sectores sociales por igual. Cuanto menor es la participación, mayor es el sesgo de clase que se traduce eventualmente en sesgos de representación y en una política pública que no representa a toda la ciudadanía. El sesgo se manifiesta amplificando la voz de los votantes, pero no comunica información respecto de las preferencias de aquellos que se abstienen de participar. En última instancia, la baja participación genera, consolida y reproduce desigualdades políticas.

La obligatoriedad del voto tiene, sin dudas, un impacto positivo en la participación. Esto quiere decir que el voto obligatorio prácticamente siempre aumenta la participación, aunque los efectos estén mediados por la existencia de regulaciones que sancionan a aquellos que no lo hacen. Estas sanciones pueden ser más o menos estrictas y además variar en función de qué tan efectivas terminan siendo, lo cual en realidad depende de que las multas realmente se cumplan.

Sin embargo, la literatura especializada ha demostrado que obligar a la gente a votar no genera necesariamente un aumento del involucramiento político o, si lo hace, esto no ocurre de forma inmediata. Es verdad, si un ciudadano está obligado a votar siempre que haya elecciones, existe cierta suposición tácita de que este votante deberá informarse como mínimo respecto del proceso político y de los candidatos para poder ejercer su derecho al sufragio. En tanto la obligatoriedad tiende a democratizar la participación, al mismo tiempo aumenta en parte los costos cognitivos para participar en la democracia representativa.

La obligatoriedad por sí sola no es la panacea ni puede resolver todos los problemas de la participación precisamente porque la abstención es un fenómeno multifacético y multicausal. Un cambio hacia el voto obligatorio debe acompañarse no solamente por una estrategia de largo plazo en materia de educación cívica que fomente los procesos de socialización política necesarios para sostener el cambio del sistema electoral. Este proceso es fundamental para consolidar la creación del deber cívico, pilar indiscutible de la estrategia de aumento de la participación a largo plazo. El hábito de votar no se genera de una elección a otra, es un proceso lento que además se nutre de la formación de votantes que interiorizan el acto de sufragar como parte de su crecimiento y consolidación como ciudadanos. La socialización política comienza en la escuela y crece en la familia, en la universidad, en las organizaciones y movimientos sociales y en las conversaciones con amigos.

No es menor el impacto que puede tener un sistema político que logre procesar adecuadamente demandas ciudadanas significativas y largamente postergadas. ¿Para qué ir a votar sí, habiéndolo hecho en reiteradas ocasiones, percibo que el sistema no logra hacerse eco de los asuntos que me preocupan no solo a mi sino a amplios sectores de la sociedad? Quienes no concurren a votar podrán argumentar, tal vez exageradamente, que no participan porque están desencantados con un sistema que no los representa y una elite que ha tenido dificultades para comprender y procesar las demandas sociales.

También habrá que pensar en otras formas de facilitar el ejercicio del voto implementando el voto electrónico, por correo, evitando las mega elecciones, estableciendo -como se hizo para el 15 y 16 de mayo- más de un día de votación, facilitando la concurrencia con transporte público gratuito y no necesariamente realizarlas un fin de semana.

El voto obligatorio solamente será capaz de ayudar a resolver el problema de la baja participación si su implementación se acompaña de estrategias para enfrentar el problema de la desafección política, la cual representa la emergencia más urgente de la política chilena contemporánea.

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