Empresas y sociedad en el siglo XXI

ejecutivos


Por Pedro Fierro, director de Estudios Fundación P!ensa y Académico UAI

Se vienen tiempos determinantes. En los próximos meses deberemos tomar ciertos caminos que definirán, en gran parte, el desarrollo de nuestro país en las próximas décadas. Se iniciarán -o pronunciarán, si usted quiere- algunas discusiones sobre los estándares más básicos de convivencia. Por lo mismo, quienes nos aferramos a este territorio nos sentaremos a conversar sobre nuestro futuro con quienes pocos ideales compartimos, de buena fe y con nuestras convicciones sobre la mesa. Independiente de lo que suceda en un par de semanas, nadie duda de que estaremos llamados al diálogo y entendimiento en los próximos años.

Uno de los riesgos latentes, sin embargo, es que este proceso que se inicia prescinda de actores esenciales. Lo cierto es que existen distintos motivos para preocuparse. En medio del maniqueísmo y de la cultura de la funa, hemos observado que, para algunos, existirían interlocutores más válidos que otros. Incluso, ciudadanos más “ciudadanos” que otros. En todo el mundo, las empresas se sitúan en ese ambiente, con un clima de desconfianza que se dispara por las nubes y con una incipiente disociación entre élite y pueblo que comienza a ser capitalizada en distintos territorios por discursos y relatos algo preocupantes. La relación entre empresa y sociedad, por tanto, estará especialmente puesta a prueba en los próximos años.

Sin pretender reducir esta problemática tan compleja y ampliamente estudiada, lo cierto es que el rol social de las empresas parece no estar circunscrito a aportar al crecimiento, la innovación y al empleo. Esta idea no es de fácil comprensión, en cuanto supone un cambio de paradigma que pone a prueba algunos de nuestros supuestos (o derechamente prejuicios) más profundos.

Para algunos actores, la relación entre empresa y sociedad sigue siendo entendida como un juego de suma cero. Dicho de otro modo, se argumenta que los privados debiesen seguir únicamente preocupados por su rentabilidad, asumiendo -como buen ciudadano- las eventuales externalidades negativas que puedan provocar. Leído de esa forma, las empresas se desarrollarían “pese” a la sociedad, la que solo termina siendo asumida en la estructura de costo. Sin embargo, la realidad sugiere que el desarrollo de las empresas y de la sociedad están sujetos más bien a una relación de interdependencia. Tal como explicarían los académicos Mark Kramer y Michael Porter, esta mirada implicaría reconocer que la eventual ganancia pasajera de una haría peligrar la prosperidad al largo plazo de ambas.

Los planteamientos de Kramer y Porter se hacen fácilmente comprensibles cuando la ganancia pasajera es de un inescrupuloso privado. Todos acordaríamos que ese camino no es en ningún caso sostenible. Sin embargo, la relación de interdependencia no se agota en ello. En sencillo, implica también asumir la existencia de problemas públicos que podrán y deberán ser asumidos por los privados en el corazón de sus negocios (y no solo en la periferia), transformando a las empresas en verdaderos actores políticos y sociales.

La inequidad territorial puede ser un buen ejemplo. Siempre hemos hablado de centralización, aun cuando estamos conscientes de que algo bastante más grave es la alta concentración de la actividad productiva en la capital. Por más elección de intendentes que tengamos, este problema subyacente nunca será solucionado sin los privados. Bajo la lógica expuesta, el desafío de la equidad territorial no debiese ser leída como un costo, sino más bien como una fuente de oportunidad, innovación y ventaja competitiva (algo entendido por Kramer y Porter como “valor compartido”). Esto se replica en medio ambiente, ciencia y tantos otros desafíos que estarán en el tapete durante los próximos años.

El camino, entonces, es la promoción de la actividad empresarial bajo una nueva concepción que sitúe el bienestar de las personas en el centro, asumiendo que los privados cumplen un desempeño central del progreso social, económico, medioambiental y político. Esta visión, sin embargo, enfrenta desde ya oposición, la que proviene paradójicamente desde distintos frentes. Por un lado, de aquellos que derechamente reniegan del rol público de los privados y, por el otro, de aquellos que terminan despreciando la función social de las empresas y reduciendo su propósito a la maximización de utilidades en el corto plazo.

En los últimos meses, hemos podido observar cómo el mundo privado ha asumido un rol esencial en el combate a la pandemia. Desde la lucha por contener “el dilema de la última cama” hasta la difícil entrega de cajas de alimentos a familias agobiadas. Pero la función social -que se ha intentado abarcar en este espacio- está lejos de agotarse en la caridad. Hablamos de una dimensión que se sitúa en el corazón mismo de los negocios, transformando y sofisticando el capitalismo contemporáneo. Si vamos a discutir sobre nuestro futuro, quizás debiésemos comenzar por asumir que las empresas del siglo XXI tienen el potencial de transformarse en actores sociales esenciales, quienes indiscutiblemente cumplirán un rol determinante en nuestro eventual desarrollo. Cualquier propuesta de convivencia sensata, entonces, se preocuparía de promover y facilitar esta actividad.

Ni el desarrollo de las empresas será “a pesar” de la sociedad, ni el desarrollo de la sociedad será “a pesar” de las empresas. Un mantra que como chilenos debiésemos internalizar.