En perspectiva
Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador
La historia no juzga ni enseña, aunque valora, y sus ponderaciones pueden parecernos discrecionales. Guerras, dictaduras, cataclismos, pestes y estallidos sociales, tenidos por acaboses en momentos críticos, con el tiempo dejan de ser apocalípticos, se vuelven anecdóticos o meras pesadillas felizmente superadas. Dudo que al diluvio universal, las invasiones germánicas, la Guerra de los Cien Años y Peste Negra, las sigamos “sufriendo”. De igual modo, cuesta creer que el alzamiento de Túpac Amaru, las barricadas del París revolucionario, o la miseria londinense de la revolución industrial, nos sigan “conmoviendo”. En algún momento pierden su inmediatez, y es sano que así sea. En nuestro Chile patético, en cambio, es tal el afán por mitificar la historia, que la solemos hacer persistir en calidad de dramón aquí y ahora más allá de lo cuerdo.
Reparo en esta avidez melodramática al cumplirse cinco siglos de la muerte de Rafael Sanzio. Y no es que me importe mucho la efeméride, sino que el que se le siga valorando tras tanto tiempo debiera llamarnos la atención. Hasta en medio de nuestras actuales circunstancias, pareciera confirmarse que lo que la historia de veras hace prevalecer es distinto a lo que nos tiene actualmente obsesionados. No la muerte ni lo fatídico; sí, la vida, lo bello y perfecto. No reivindicaciones, sino estados de conformidad en armonía. Es que Rafael ilustra lo señalado por Leon Battista Alberti: “La pintura contiene una fuerza divina (y divino es calificativo frecuente para dar cuenta del genio de Rafael) pues logra que estén presentes los ausentes, de igual manera que lo logra la amistad, pero además hace que los muertos se vean casi como los vivos.” (Della pittura, 1435). Resulta asombroso, por tanto, que tras siglos sigamos viendo lo mismo: lo que alguna vez percibieran el artista, los retratados, y su entonces público, sin interferencias.
Debiera también maravillarnos que pintores como Rafael pretendieran alcanzar con sus obras una excelencia capaz de superar a los antiguos (de ahí el invento renacentista de la perspectiva, antes desconocida). Sin este anhelo de perfección, apenas entenderíamos que es esto de que el presente puede admirar, a la vez que competir con el pasado y proyectarse al futuro. Rememorar no solo debe servir para censurar; existen afinidades entre distintas eras. En efecto, no deja de sorprender que Rafael anticipe nuestras emociones. ¿Quién frente a sus madonas no se estremece? Es decir, cabe seguir hablando de sentimientos humanísticos universales originados en Occidente (antes bien que “humanos”, término manoseado), vivos todavía, aunque se desconozca el aporte. Es cosa de sensibilizarse y no cerrarse a lo mejor nuestro. Quizá, dicho arte, nunca anacrónico, nos salvará. La historia, cuando prefiere el arte, es sabia.
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