Equidad territorial
Por Juan Oyarzo, rector de la Universidad de Magallanes
El Presidente de la República, Gabriel Boric Font, anunció que el Plan de Desarrollo de Zonas Extremas, creado por su par Michelle Bachelet en 2014, pasará a ser una política permanente del Estado, ejecutada con fondos que administrarán los gobiernos regionales, en aquellos planes y programas definidos en el propio territorio. Excelente noticia -no solo en términos económicos, sino también democráticos- para esta región austral, que ha visto cómo la mayoría de los recursos se invierten en las zonas más pobladas del país.
Los motivos de satisfacción son muchos, y se explican por las inequidades que experimentamos quienes habitamos territorios alejados. Chile figura como el país más centralista de la OCDE, impidiendo no solo la equidad territorial, sino también la posibilidad de elevar la calidad de vida de las zonas aisladas. Históricamente, el Estado chileno ha querido paliar dichas injusticias con proyectos especiales, pero, a la larga, no han servido para equipararnos con el avance del resto del país.
El Plan Especial de Desarrollo de Zonas Extremas (Pedze), gracias al cual la Universidad de Magallanes estrechó su relación con el gobierno local en el diseño y ejecución de proyectos emblemáticos para la zona, fue creado a partir del principio de equidad territorial, en busca de que podamos acceder a prestaciones públicas que reconozcan las particularidades del territorio, de forma similar a como se hace en las restantes regiones.
Caso especial es el de las universidades de regiones extremas, pues el Estado las ha discriminado, dejándolas fuera del financiamiento de la “asignación de zona”, obligándonos a recurrir a nuestro presupuesto estructural para costearla. Algo similar sucede con el pago del “bono de zonas extremas”, pues el monto anual que se nos asigna, hay que dividirlo por un número creciente de funcionarios y funcionarias, lo que provoca disminuciones en sus ingresos, y genera inequidad con sus pares de las otras instituciones de regiones extremas.
Pese a estas condiciones desiguales, estamos sujetos a las mismas exigencias de calidad que todas las instituciones de educación superior. No importa que tengamos menor crecimiento demográfico y, con ello, menos matrículas, o que debamos pagar un mayor costo por metro cuadrado construido, por remuneración de académicos y personal de colaboración, o por bienes y servicios en general (como pasajes, servicios básicos, duración de viáticos por distancias de viaje, arriendos, traslado de bienes, etc.). Tampoco parece importar que colaboremos en justicia social, con el 60% del total de alumnos y alumnas que pertenecen a los primeros 6 deciles con menos recursos del país, y que constituyen la primera generación que llega a la universidad en sus familias.
Las universidades de regiones extremas cumplimos con nuestra obligación moral de desarrollar la labor académica, docencia de pre y postgrado, investigación y transferencia tecnológica, vinculación con el medio y extensión, aunque el dinero sea escaso, porque no podemos castigar a los habitantes de la región que tienen derecho a una educación de calidad. Sin embargo, nuestro sostenedor, el Estado, no ha cumplido a cabalidad su misión de apoyarnos para lograrlo.
Por eso nos parece tan relevante el anunciado apoyo del gobierno. Y por eso también creemos necesario destacar la importancia de que esta medida se aplique, considerando la realidad de los cambios de administración cada cuatro años. Porque, en la práctica, la relación con nuestra institución depende del mandato de turno, de su color político, de su visión del Estado, y no es posible defender el derecho a la educación de calidad sin estabilidad en el financiamiento. Atender estas necesidades, representa el fin de la discriminación que viven las universidades de regiones extremas.
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