¿Es el fin del mundo?
Hace unas semanas atrás se pronosticaba el fin del mundo. Este no se iba a producir por una pandemia, sino por las consecuencias del cambio climático. Hoy, con la pandemia producida por el Covid-19, el fin del mundo ya no es un problema ecológico relacionado con la sustentabilidad de la vida: es un problema político relacionado con las libertades individuales.
¿Qué ocurre entre estas dos versiones del fin del mundo?
Mientras el calentamiento climático permitía fechar el fin, dando como pronóstico un plazo muy breve antes del acontecimiento (ya iniciado) de la sequía, la pandemia actual ha modificado completamente nuestra relación con el tiempo. Lo que estamos viviendo es un confinamiento indeterminado en el que el tiempo no pasa o se pierde. Asimismo, pasamos de un fin que era más o menos determinable a una nueva relación con la infinitud, y de un tiempo cuyo valor se definía únicamente en términos de productividad a un tiempo improductivo.
¿Pero será así? ¿El mundo se está abriendo?
Por un lado, sí. Algo inédito ocurre: por primera vez, el mundo (el globo) aún en esta situación de confinamiento y, precisamente por ella, vive algo común. En la indeterminación del encierro que vivimos, la soledad no es una falta de amistades, sino la experiencia de lo desconocido. En esto, la pandemia, lejos de anticipar el fin del mundo, cortocircuita la idea de fin y nos abre a nuevos lazos. Por ello, no estamos en un escenario apocalíptico en el que ya está todo decidido y no hay nada que hacer. Al contrario, nada es más necesario hoy que una política: no una mera gestión, sino una propuesta de mundos posibles.
Por otro lado, no. Por su naturaleza, por la rapidez de su contagio, esta pandemia nos prepara para el peor de los escenarios apocalípticos: no el de una vida que se acaba, tampoco el que prefigura el tiempo del juicio, sino el de los más poderosos autoritarismos, donde cada uno se convertiría en el ciudadano de la sanidad pública, sirviendo, a través de aplicaciones inmanentes, a cada movimiento y cuerpo, a políticas de delaciones y por ende de control de la sociedad entera. Este segundo escenario es lo que algunos llaman –de una manera quizás reductiva o aún muy típicamente occidental– el escenario asiático.
Pero, si bien esta segunda alternativa es sin duda más probable que la primera, recordemos que el fin del mundo como el fin de Occidente es una idea occidental. La ciencia, la religión, la imaginación han necesitado prefigurar el fin para apropiárselo y entonces dominarlo. Pero el fin nunca es apropiable y, por lo mismo, la política no es una ciencia exacta: es un deseo y es un artificio. Por cierto, que en este momento se dé toda su importancia al Ministerio de Ciencia, es una buena noticia. Pero si la ciencia solo sirve de operación de rescate, no nos libera del mismo principio que la convoca y nos hace caer en el escenario apocalíptico, es decir, en la legitimación del autoritarismo, en su peor configuración.
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