Es la disrupción, estúpido
Hace treinta años, la exitosa campaña presidencial de Bill Clinton se hizo conocida, en parte, por tener colgado un cartel que declaraba que “Es la economía, estúpido”. Era la manera de recordar a los trabajadores electorales de que el camino hacia la Casa Blanca pasaba por recalcar que la economía andaba mal. Hoy pareciera que muchos, en distintos lugares del planeta, juran que la forma de llegar al poder no es la proposición sino la disrupción.
La estrategia disruptiva es transversal. La izquierda siempre sostuvo que una forma de llegar al poder era agudizando las contradicciones, viendo oportunidad en las crisis. Pero una de las novedades del último tiempo es que la derecha –antiguamente llamada “conservadora”– ha adoptado esta actitud leninista de la disrupción.
Hace casi exactamente un año, representantes de la derecha nacionalista se reunieron en Budapest para discutir sus desafíos en un mundo que es, según ellos, dominado por el progresismo. Presentes estaban delegados de Vox, del bolsonarismo, del Partido Republicano (tanto el estadounidense como su imitación chilena). Viktor Orban, el anfitrión, identificó una serie de problemas, entre los cuales se encuentran la teoría de género, la inmigración y la dominación izquierdista de los medios, porque, según el Primer Ministro húngaro, “los que les enseñaron a los periodistas en las universidades albergaban principios izquierdistas”.
El problema con la estrategia de victimización y agravio que ha adoptado la extrema derecha internacional es que, como cualquier teoría de conspiración, cubre todo: si les va bien, dicen que es por la fuerza de sus ideas y la inevitabilidad de su destino. Si les va mal, es gracias a las oscuras fuerzas del globalismo que controlan los medios, la economía y la cultura. Y es que efectivamente, desde que se reunieron en Hungría, les ha ido bastante mal.
Orban mismo fue blanco de críticas por parte de la Unión Europea, que en septiembre publicó un informe señalando su preocupación por el estado de las libertades civiles y políticas en Hungría. Las políticas de Orban en este ámbito, dice el informe, hacen que Hungría no se pueda considerar una democracia plena. Como consecuencia, la UE le ha cortado a Hungría unos 22 mil millones de euros.
Donald Trump vio en las protestas del 6 de enero de 2021 una profunda disrupción que abría la posibilidad de permitir que se aferrara al poder. Fue el último acto en una carrera de gran disrupción. Ahora, Trump es sujeto de varias investigaciones criminales, pues se le indagan posibles delitos que van desde el espionaje y el almacenamiento inadecuado de documentos clasificados hasta crímenes financieros por parte de sus empresas. Su reunión con el rapero Kanye West y el neonazi Nick Fuentes en Mar-a-Lago logró lo imposible: debilitar el control trumpista sobre el Partido Republicano. El decepcionante desempeño electoral en las elecciones legislativas de mitad de período presidencial también hizo que muchos de sus partidarios se empezaran a cuestionar la ruta extremista que ha tomado el partido en la era Trump. Sin embargo, los intentos del partido de alejarse de sectores más extremos (o derechamente delirantes) serán difíciles, como ha quedado en evidencia a partir del espectáculo en la elección de un nuevo presidente para la Cámara de Representantes. Ni qué decir de la llegada de George Santos, un mitómano profesional, al Congreso estadounidense.
El caso más reciente es Brasil. Mirando las imágenes del ataque a los edificios –a los símbolos– nacionales en Brasilia, el pasado 7 de enero, es imposible no recordarse de los actos parecidos realizados en Washington exactamente dos años antes. Queda claro que la sociedad brasileña lleva bastante tiempo dividida, y que los augurios estaban a la vista hace años: la renovación de Dilma Rousseff, la Presidencia de Temer, el juicio y encarcelamiento de Lula, la ascendencia de Bolsonaro; todos contienen semillas que finalmente se cosecharon hace un par se semanas.
Lamentablemente, en Chile no somos inmunes a la tendencia de la disrupción. La izquierda, incluso la centroizquierda, la que gobernó con tanta responsabilidad durante 20 años, vio en las manifestaciones de 2019 una posibilidad de profundizar las contradicciones, agradeciendo a “los chiquillos” por haber abierto el camino a un proceso de cambio constitucional, y cuyo resultado sigue siendo incierto. Y tanto la izquierda, como hoy la derecha, ven en las acusaciones constitucionales –sabiendo que estas no tienen ni asidero político ni justificación jurídica– herramientas para dañar al gobierno de turno. Esta es la política de la disrupción en todo su despliegue.
La disrupción, como en el caso chileno, puede ser producto de caprichos personales, de estrategias baratas para que congresistas aparezcan en la prensa, o pueden ser, como en caso de Brasil o EE. UU., parte de un movimiento coordinado y financiado. En todos los casos, lo que se busca es capitalizar en la rabia de la gente, que, por diversos motivos, terminan por llevar a individuos o partidos al poder (no es casualidad que en los casos extranjeros citados, los ganadores son individuos, no partidos).
Pero con la estrategia disruptiva no hay ni ganadores ni perdedores. Al debilitar normas sociales, reglas políticas, formas de convivencia e instituciones, la disrupción no profundiza las contradicciones –solamente las deja ahí. Porque la política disruptiva hace lo contrario de lo que debería hacer la política; no busca acuerdos ni soluciones ni propuestas de política pública; simplemente no queda nada. Es por eso que no debería sorprendernos que cuando políticos que hicieron carrera disruptiva, en las calles o en el Congreso, llegan al poder, no saben qué hacer, lo que ocultan con más disrupción.
Por Robert Funk, Facultad de Gobierno, Universidad de Chile
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