Columna de Ignacio Walker: ¡Es la legitimidad de las instituciones, estúpido!
La doctrina común de la oposición de ese entonces, con la decisiva influencia del Grupo de los 24, era que la Constitución de 1980 era “ilegítima en su origen y anti democrática en su contenido”. Esto cambió con la decisión de participar en el plebiscito de octubre de 1988 y sobretodo con la reforma constitucional de 1989, que recibió un 91,25% de apoyo. La Concertación por el NO dio su “aquiescencia” a la opción del SÍ en ese referéndum, aunque consideró “insuficiente” su contenido.
Esto último porque tenía bajo la manga dos cartas fundamentales: el Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia de agosto de 1985 suscrito, entre otros, por Francisco Bulnes, Fernando Maturana y Andrés Allamand (Unión Nacional), sobre un Congreso íntegramente electo, y el acuerdo del Comité Técnico de la Concertación y RN posterior al plebiscito de octubre de 1988 en el mismo sentido anterior, es decir, fin de los senadores designados.
Pues bien, pasaron 20 años desde el Acuerdo Nacional para materializar ese compromiso, con la reforma constitucional de Lagos de 2005, a pesar de que el Consejo General de RN de Temuco, de 1995, convocado por Andrés Allamand, aprobó por más del 60% de los votos el fin de los senadores designados. La bancada de senadores de RN desconoció ese acuerdo (ver Francisco Chahuan, Historia de Renovación Nacional, 2023, p. 128).
Me tocó suscribir, como presidente del PDC, con Carlos Larraín como presidente de RN, y ambas directivas en pleno, en enero de 2012, un acuerdo formal y solemne sobre cambio de régimen político, descentralización, y cambio del sistema electoral binominal en favor de un sistema de representación proporcional moderado o corregido, muy coincidente con las conclusiones del Informe Boeninger de 2006, bajo el primer gobierno de Bachelet. Pues bien, desde La Moneda, y desde la UDI, esa misma tarde, destruyeron a Carlos Larraín y su directiva. Fue un acuerdo no nato.
Con Cristián Monckeberg, presidente de RN, y Osvaldo Andrade, presidente del PS, logramos un acuerdo completo sobre cambio del sistema electoral binominal, en términos de subir de 120 a 134 diputados, y de 38 a 44 senadores, lo que permitía una cierta proporcionalidad. Pues bien, una vez más, la bancada de senadores de RN le quitó el piso a Monckeberg. Fue otro acuerdo no nato.
Finalmente, la propuesta de nuevo texto constitucional de Bachelet II de marzo de 2018 fue desechada de plano por la derecha (hoy, en privado y a veces en público, sus dirigentes reconocen que deberían haberla aprobado).
Se fue comprometiendo y debilitando la legitimidad del consenso constitucional, hasta concluir en el estallido social de 2019. La estocada final la dio la Convención Constitucional con su afán refundacional, lo que mereció el rechazo del 62% de la ciudadanía en 04/09, con una histórica participación electoral de 86%.
Y ahí estamos. El Acuerdo por la Paz Social del 15/11 y el Acuerdo por Chile del 12/12 son una nueva oportunidad, en un contexto de grave desquiciamiento de la política, en la que imperan la descalificación, los insultos, la intolerancia, la guerra de guerrillas, la política de trincheras, y los dimes y diretes de todos los días.
¿Vamos a desperdiciar esta nueva oportunidad?
Otra demostración del debilitamiento de la legitimidad de las instituciones es lo que ha ocurrido en el ámbito económico-social. Si el tema constitucional es un ejemplo del debilitamiento de “la democracia de los consensos básicos” (Edgardo Boeninger), lo que ocurre en materia de pacto fiscal y reforma previsional es otra cara del mismo fenómeno.
En 1990-1991, bajo el gobierno de Aylwin, se logró con RN (Sergio Onore Jarpa, Sebastián Piñera y Andrés Allamand), con el voto en contra de los parlamentarios de la UDI, un completo acuerdo en materia de reforma tributaria y laboral. El “Acuerdo Marco” que rodeó a ambas reformas, suscrito desde Manuel Feliú (CPC) hasta Manuel Bustos (CUT), con la sola oposición de la SOFOFA y el PC, fue otro aspecto de la democracia de los consensos básicos en materia económico-social.
Ambas reformas fueron importantes no solo por el contenido de las mismas, como un aspecto de lo que se dio en llamar la política de “crecimiento con equidad”, sino en términos de la legitimidad de las instituciones, los procesos, las estrategias y las políticas en el ámbito económico-social. Esa legitimidad permitió un acelerado proceso de crecimiento, modernización y desarrollo durante 25 años, incluidos los primeros gobiernos de Bachelet y Piñera, con un crecimiento promedio de 5% y una reducción de la pobreza desde un 40 a un 8,6%, dando lugar a los mejores años del último siglo, bajo cualquier parámetro.
Otra cosa es que ese acelerado proceso de crecimiento, modernización y desarrollo estuvo acompañado de enormes tensiones y contradicciones, con una creciente distancia entre la política -que se fue encapsulando y elitizando- y la gente, y una franca rebelión contra los abusos, privilegios y desigualdades (todo en plural) de las elites políticas y empresariales; en el extremo, esas tensiones devinieron en el estallido social del 18/10, el que debe entenderse como una situación de “pretorianismo de masas” o situación de desborde institucional (ver Samuel Huntington, “El orden político en las sociedades en cambio”, 1968). Se trató de una protesta generalizada, violenta y pacífica a la vez, no muy distinta de los “chalecos amarillos” en Francia, y unos 15 o 20 casos similares en el mundo en los últimos años (ver Daniel Innerarity, “La Política en tiempos de indignación”, 2016, y charla en el CEP de Manuel Castells, diciembre de 2019, sobre el mismo fenómeno).
El pacto institucional, partiendo por la Constitución, y económico-social, incluidos el tema fiscal y previsional, no supo renovarse, lo que afectó gravemente la legitimidad de las instituciones.
Y es que, si las instituciones importan, la legitimidad de las mismas importa aún más.
¡Son las instituciones, estúpido! Claro que sí. Las instituciones importan (Douglas North, Premio Nobel de Economía, 1990). ¿Cómo fracasan las naciones? Por aquello de las instituciones (“Por qué fracasan los países”, Acemoglu y Robinson, 2014). ¿Cómo mueren las democracias? Por aquello de las instituciones (Levitsky y Ziblat, 2019). Por algo el neo institucionalismo se ha convertido en la escuela predominante en las ciencias sociales, las ciencias políticas y las ciencias sociales en los últimos años y décadas.
¡Es la legitimidad de las instituciones, estúpido!
En otras palabras, las fuerzas económicas y los mercados no actúan en un vacío político e institucional. Frente a un economicismo estrecho e ingenuo que campea en distintas latitudes -suele identificársele con un neo-liberalismo ramplón, en contraposición con el liberalismo clásico entendido como una formulación a la vez moral, filosófica, política, económica, social y cultural-, conviene recordar esta afirmación básica y fundamental.
En Chile no habrá paz social si no sabemos dotar de legitimidad a las instituciones. Esto incluye acuerdo constitucional, pacto fiscal y reforma previsional.
En el primer ámbito hemos estado muy cerca de un acuerdo como lo atestigua el anteproyecto de la Comisión de Expertos, suscrito desde el PC al Partido Republicano (no hay que mirar en menos la renuncia de este último a las cuatro indicaciones de la discordia, según se ha conocido en estos días). Ahora es Chile Vamos el que tiene la sartén por el mando. Sebastián Piñera tiene un rol que jugar (su auspicioso viaje con el presidente Boric a Paraguay, y la conversación sostenida entre ambos en la sede de gobierno en días pasados son alentadores). Si esta coalición llega a un acuerdo con el resto de las fuerzas políticas, no le quedará otra al Partido Republicando que sumarse al acuerdo. Su aislamiento perjudica las chances de su abanderado presidencial, José Antonio Kast. Hay que ir por la unanimidad, al igual que con la Comisión de Expertos. El consenso está bien, pero mejor es la unanimidad. Un acuerdo de ese tipo recibiría una abrumadora mayoría en el plebiscito de diciembre (con todo respeto por las encuestas).
En el pacto fiscal el gobierno se ha flexibilizado, como demuestra el retiro del impuesto al patrimonio y de la tasa de utilidades retenidas, además de que se zanjó el tema del royalty minero. Hay que cuidar al ministro Mario Marcel (fue el autor de la regla fiscal en el gobierno de Lagos). Tuvimos el primer superávit fiscal en diez años. No le ha temblado la mano a un gobierno de izquierda para llevar a cabo un necesario y doloroso ajuste económico. Hay margen para llegar a un acuerdo y dotar a las instituciones económicas de la necesaria legitimidad. Hay que dotar al país de un horizonte de mediano y largo plazo en materia constitucional y fiscal que permite volver a crecer y hacerlo con equidad. La sentencia de Christine Lagarde, directora del FMI, el 2 de octubre de 2014, sigue vigente: el gran riesgo de los países en desarrollo es caer en el camino hacia una “nueva mediocridad”. Si Chile no recupera el crecimiento -un crecimiento inclusivo y sostenible-, marcaremos el paso de la mediocridad.
Lo mismo en materia previsional. El acuerdo estuvo listo bajo el gobierno de Piñera, cuidadosamente trabajado entre la ministra María José Zaldívar y la senadora Carolina Goic, desde la oposición. El presidente Piñera se había allanado a la solución 3 x 3 (3 puntos para la capitalización individual y 3 puntos para el fondo solidario). Si el acuerdo no prosperó, y hay que decirlo con todas sus letras, fue por la mezquindad de la oposición de ese entonces: no quisieron darle un triunfo a Piñera. Ahora el gobierno de Boric y la ministra Jeanette Jara también se han flexibilizado. No hay excusas o pretextos para no llegar a un acuerdo en materia fiscal y previsional.
El peligro que enfrenta Chile, por el deterioro de la legitimidad de las instituciones, no es el de un nuevo “estallido social”, aunque nada se puede descartar; el gran peligro es el de perseverar en el camino de la mediocridad. Un acuerdo nacional, patriótico y perdurable, es la noticia que Chile necesita, lo que incluye un pacto constitucional, fiscal, y previsional. Es la hora, no de las encuestas, sino de los verdaderos liderazgos políticos.