Eterna pandemia
Por Marcelo Sánchez, gerente general de Fundación San Carlos de Maipo
Hay una pandemia permanente para cientos de miles de compatriotas. Relegados en sus casas desde mucho antes que el virus los azotara, cuando miles de sus hijos dejaron la escuela, pasaron hambre y salieron a las calles; desde antes la violencia se instaló en sus barrios como medio de sobrevivencia, donde la “Mano” ocupó el espacio de un Estado ausente, vicario de una sociedad que los olvidó en los márgenes.
De allá son también padres y madres que están en la cárcel, en una vida de exclusiones, no solo pierden la libertad, sino que enfrentan con angustia la posibilidad cierta de disputar con otro la última cama, aquella que piensan jamás será para ellos. También allá crecieron los niños que un día fueron separados de sus padres, para vivir bajo protección del “Estado” en una residencia de la que se escaparon por los continuos abusos y golpes, prefirieron el borde de un canal o el auxilio del explotador de turno antes que volver. Nadie los buscó, nadie siquiera ha pensado cómo viven ellos estos días.
Allá también está la señora que recorre las ferias buscando los restos despreciados por otros para levantar una olla, no solo para ella, sino para sus vecinos, la que se preocupa de llevar pan a los ancianos postrados, los que no tienen quien los cuide. Está también el doctor de los pocos que quedan, que gasta sus ahorros y recorre cuadras enteras para llevar los remedios tan necesarios para sus “viejitos queridos”, sin fotos ni despliegue comunicacional, con el anónimo reconocimiento de su conciencia. Sobre la bicicleta que le regalaron, la tía del Jardín carga las hojas desde la fotocopiadora que le prestaron, llevando las tareas casa a casa, porque sabe que el “tele estudio” no alcanza para todos y reparte abrazos a distancia a cada uno de sus niños, que le dibujan corazones en la tierra. El abuelo con un megáfono de cartón improvisado lanza un cuento a los niños del pasaje, que recogen tras sus rejas antes de ir a dormir. El virus azota sin piedad, incluso ensañándose con aquellos que ya han sufrido mucho, remece cualquier espacio de seguridad ganado con el esfuerzo de muchos años, como cuando celebraron la llegada del Cesfam, hoy día colapsado, o la escuela que vacía parece un sitio eriazo más, como los que podrían ser sus parques llenos de cemento.
Ven también cómo se visten de cordero los que con armas y fuegos artificiales en otros tiempos, les marcan terreno, se muestran amables aprovechando el hambre, mientras “ellos resuelven”, el “Estado demora” y con esa consigna venden la ilusión de una protección, que muchos ya saben no es, sino la antesala del terror y la miseria. Esta pandemia revela realidades que no conocemos, quizá para entender por unos días lo que ha sido toda la vida de los excluidos, los marginados, aquellos olvidados a su suerte, desde donde hay dolor, pero también solidaridad y esfuerzo.
Tenemos una gran oportunidad para cambiar y transformar esta realidad, velar por una infancia que crezca y se desarrolle positivamente en un ambiente sano, con libertad y educación, en familia y en comunidad. Hoy, se discuten en el Parlamento importantes proyectos de infancia, su tramitación se extiende ya en los temas de fondo, donde debemos comprender que, si no somos capaces de garantizar sus derechos, si no somos capaces de asegurarles salud física y mental, un lugar en la escuela y tener derecho a vivir tranquilos en su entorno, estaremos nuevamente marginándolos a una vida de exclusión en una eterna pandemia.