Filibustero y aprendiz de sofista
Por Juan Ignacio Brito, periodista
Antes de aludir a una acción destinada al obstruccionismo parlamentario, el vocablo filibusterismo se relacionaba con la actividad de los piratas. Como se sabe, éstos saqueaban a destajo gracias a una condición básica: tenían el poder, la determinación y los recursos para hacerlo. Ser filibustero, por lo tanto, supone abusar de una posición privilegiada.
No es otra cosa lo que hizo el diputado Jaime Naranjo el lunes al extenderse por 15 horas para presentar los argumentos acusatorios contra el Presidente de la República. Aunque su performance fue tratada como una gesta heroica por la bancada opositora, no cabe duda de que estuvo muy lejos de eso. Lo que Naranjo y sus asesores ofrecieron fue más bien un espectáculo patético, otra muestra más, si fuera necesaria, de los excesos en que incurre una clase política que se ha acostumbrado sin remedio a operar en un universo moral paralelo, donde el criterio rector es que todo vale con tal de conseguir los resultados deseados.
La institucionalidad no es la única víctima de la imprudencia de Naranjo. Al usar el lenguaje como lo hizo, el diputado lo pervirtió. A nadie -ni siquiera a él mismo, por supuesto- le importó el contenido de lo que dijo, pese a que estaba en juego la utilización de un mecanismo que todo orden constitucional serio establece como una medida excepcionalísima, dado el trastorno que comporta.
Poniendo extremo énfasis en la forma y nula atención en el fondo de sus palabras, actuó como un manipulador: para él y su sector, una supuesta buena razón (permitir el voto decisivo de un diputado que salía de su cuarentena) justificó rellenar de aire aquello que debería poseer gravedad y peso propios. Vaciando de contenido un acto y un discurso que tendrían que haber sido solemnes, y utilizando su posición para hacerlo, Naranjo cometió un abuso.
Según el filósofo alemán Josef Pieper, el abuso del lenguaje supone un abuso de poder. El lenguaje posee una doble finalidad: expresa la realidad y facilita la interacción entre las personas. Pieper advierte que estamos en presencia de un sofista cuando alguien lo utiliza sin perseguir estos objetivos y, por el contrario, busca solamente el poder. Cuesta muy poco identificar a Naranjo en ese rol.
Hay un factor, sin embargo, que diferencia a Naranjo de los sofistas. Estos eran hábiles, al punto que se les ha descrito como refinados, educados y peligrosos. Por eso no les costaba engatusar a sus oyentes, que caían rendidos ante sus argumentos torcidos. En cambio, Naranjo y su claque han exhibido una tosquedad tal, que para nadie ha pasado inadvertido el fin último de un discurso tan ridículo. Puede decirse con toda seguridad que Naranjo quiso ser héroe, pero terminó convertido en meme.
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