Fiscalizaciones de Fiestas Patrias: inconciliable con un estado de derecho
Por Rodrigo Poyanco, profesor de Derecho Constitucional y Derecho Político de la Universidad Finis Terrae / Doctor en Derecho por la Universidad de Santiago de Compostela
Como lo ha informado la prensa, algunas autoridades anunciaron una intensa fiscalización por parte de inspectores sanitarios a los hogares de las personas, durante las Fiestas Patrias, en un trabajo conjunto con Carabineros, PDI, y Fuerzas Armadas. Los fiscalizadores estarían autorizados para ingresar a las viviendas, con el objeto de verificar que se respete el aforo máximo de reuniones en ellas, y el cumplimiento de otras exigencias sanitarias, tales como el uso de mascarilla, el distanciamiento físico y el respeto de las cuarentenas. El fundamento para estas acciones sería el Código Sanitario. Ante estas noticias, la opinión pública ha manifestado -en nuestra opinión, de forma muy justificada- una gran preocupación. ¿Pueden las autoridades intervenir de esta manera en la intimidad de los hogares?
Ya a comienzos del siglo XIX el francés B. Constant alertaba contra una de las mejores excusas que utilizan las autoridades para ampliar sus competencias de manera abusiva, cual es el “argumento de la utilidad pública” (en este caso, “cuidar la salud de la población”). Pues bien, ante los posibles abusos del poder -aunque estén motivados por las mejores intenciones-, la respuesta del Derecho es la creación de las constituciones políticas, documentos jurídicos cuyo principal papel es defender los derechos de las personas.
Nuestra Constitución es particularmente incisiva en la defensa de la libertad y derechos de los individuos. Para proteger la intimidad y la vida privada de las personas y familias, nuestra Carta fundamental consagra la garantía de inviolabilidad del hogar (art, 19 nro. 4), uno de los derechos constitucionales de más rancio abolengo en la historia política de Occidente. Esa norma, protegida por el recurso de protección del artículo 20 del mismo texto constitucional, agrega que ese íntimo espacio solo puede allanarse “en los casos y formas determinados por la ley”. El texto coincide con lo dispuesto en numerosas constituciones del mundo, que se refieren al hogar como “inviolable” (constituciones de EE.UU., Cuarta Enmienda; Alemania, art. 13; España, art. 18; Brasil, art. V, XI) e incluso “sagrado” (Art. 11 Constitución Política de Uruguay). Concuerda también con los tratados internacionales de derechos humanos (art. 12 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; artículo 11, inciso 2, del Pacto de San José de Costa Rica; art. 9 de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre).
Todo esto lleva a concluir, como se dice expresamente en algunas de las normas constitucionales e internacionales antes señaladas, que un funcionario público solo puede ingresar a un hogar previa causa justificada, establecida en la ley; y que, en la mayoría de los casos, adicionalmente, solo podrá hacerlo con previa autorización judicial, dirigida específicamente contra un determinado domicilio. Así, por ejemplo, el Código Procesal Penal (arts. 205 y ss.) fija exigentes normas para la entrada y registro en un recinto privado, siendo la entrada en ellos de suyo excepcional; a cargo de funcionarios determinados, y prevista para casos específicos.
Por tanto, cualquier regulación legal o administrativa que intente normar actividades estrictamente privadas efectuadas dentro de una morada, tales como las usuales celebraciones en casa entre familiares y amigos -aún en un contexto de pandemia, y por razones sanitarias-, resulta muy discutible, y de ser constitucionalmente procedente (cuestión que no trataremos aquí) debiera interpretarse y aplicarse de manera muy restringida. Cierto es que estamos en medio de una declaración de estado de catástrofe (art. 43 de la Carta fundamental); pero ni esta norma, ni el art. 19 nro. 4 autorizan a la autoridad a limitar el derecho a la inviolabilidad del hogar. Esta conclusión, entonces, debiera servir de criterio para responder la pregunta antes formulada.
Es cierto que en nuestro derecho, el Código Sanitario, en sus arts. 155 y siguientes, otorga a ciertas autoridades sanitarias facultades de inspección y registro a “lugares privados” (incluyendo casas), si fuere necesario, “con el auxilio de la fuerza pública”. Sin embargo, el mismo precepto distingue entre lugar privado, y lugar “cerrado”. En este segundo caso, el inciso segundo del art. 155 exige “previo decreto de allanamiento” de la autoridad sanitaria, el cual debe ser “notificado” al dueño u ocupante del lugar.
En estas condiciones, como es obvio, el ingreso de inspectores sanitarios con autorización expresa y voluntaria de su dueño u ocupantes, no parece plantear problemas. Lo que parece muy dudoso en cambio, atendida la precitada normativa constitucional, es que ante la sola negativa de quienes están en el hogar, los inspectores en cuestión puedan ingresar de forma coercitiva —aún con el auxilio de la fuerza pública—, si no media, al menos, el decreto de allanamiento del precitado art. 155. En este caso, sin embargo, desaparece cualquier autorización genérica que pueda reputarse otorgada a una generalidad de fiscalizadores sanitarios deambulando por la ciudad, y respecto de cualquier domicilio. El “decreto” en cuestión debe ser dictado por una autoridad sanitaria específica; debe ser anterior al ingreso al hogar; debe facultar a un funcionario determinado —no, de forma genérica, a un conjunto de inspectores—, y debe estar dirigido, además, a un domicilio concreto, no a una pluralidad indeterminada de domicilios.
Adicionalmente, para conciliar esa orden con el derecho a la inviolabilidad del hogar, ella debiera estar fundada, de forma específica, en la existencia de infracciones concretas y graves que se encuentren en desarrollo, y no en razones meramente inspectivas o preventivas (es decir, una visita destinada sólo a “comprobar el cumplimiento de las normas”). Contra lo que han sugerido ciertas autoridades, por tanto —y salvo que se desee actuar de una manera inconciliable con un Estado de Derecho—, la mera negativa de los ocupantes de un hogar a dejarse inspeccionar por esos funcionarios tampoco podría considerarse, por sí misma, como causal suficiente para dictar la orden de allanamiento. Finalmente, en el ingreso a la morada esa norma autoriza sólo el auxilio de la fuerza pública; no de los otros cuerpos de seguridad mencionados por las autoridades.
Por otro lado, también es verdad que el Código Penal establece crímenes o delitos “contra la salud pública”; siendo uno de ellos “poner en peligro la salud pública por infracción de las reglas higiénicas o de salubridad, debidamente publicadas por la autoridad, en tiempo de catástrofe, epidemia o contagio” (art. 318). Pero esta normativa tampoco podría ser invocada por los fiscalizadores de salud. Siendo dudoso, y en cualquier caso, excepcional, que aquellas reglas higiénicas puedan imponerse también dentro de los hogares y en relación a actividades estrictamente privadas, la entrada forzosa a un hogar en virtud de infracciones penales, sin consentimiento del dueño, debiera reservarse a la situación en que se esté cometiendo actualmente un crimen o delito; no a una situación de mera inspección. Además esa entrada estará regulada por el Código Procesal Penal y sus exigentes normas —no, en consecuencia, por el Código Sanitario—; y sólo podrá efectuarse por las autoridades consideradas en aquel código procedimental (no por meros fiscalizadores administrativos).
Por tanto, al menos en el Código Sanitario, no parece existir fundamento jurídico para una autorización genérica a cientos de inspectores que, recorriendo nuestras calles, intenten ingresar a los hogares contra la voluntad de sus ocupantes —ni siquiera con el auxilio de la fuerza pública—, para efectuar visitas meramente inspectivas o de carácter preventivo, si no median las autorizaciones y requisitos antes mencionados. Cualquier intento de ingreso a una morada por parte de esos funcionarios, efectuada con vulneración a los señalados límites, permitiría interponer, en consecuencia, un recurso de protección en favor de los afectados, en defensa de su derecho a la inviolabilidad del hogar; sin perjuicio de los recursos judiciales o administrativos destinados a revisar las sanciones que se les apliquen de forma injustificada.
En regímenes orwellianos, regidos por ideologías totalitarias, todas estas precauciones y límites son ciertamente innecesarios —y hasta fastidiosos—, pues las personas carecen, entre otros derechos, de la privacidad y seguridad de sus hogares. Pero en un estado constitucional como el nuestro, la necesidad o bondad de cualquier determinación de la autoridad, por urgente que sea, no puede servir de excusa para sacrificar los derechos básicos de las personas. La Constitución vigente, que los cautela, provee los medios para asegurarse de que así sea.