Foenkinos, Labatut, Ishiguro

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Por Alvaro Ortúzar, abogado

Borges dijo: “Basta que un libro sea posible para que exista”. Pero un escritor cuyo manuscrito nunca fue publicado no cree en eso. Más bien puede enterrarse en la amargura. O abrir una biblioteca de libros rechazados. Así nació -en la vida real- la Brautigan Library en Estados Unidos y que aún existe. David Foenkinos, en “La biblioteca de los libros rechazados”, recrea la historia y la dota de una ficción cautivadora. Un librero fracasado como autor deambula por la soledad de las páginas almacenadas en estantes cansados de su peso. Él los acoge en este mausoleo. Un homenaje a la desgracia. Hasta que una editora aburrida toma un libro casi por azar, se fascina y lo convierte en un éxito de ventas. El autor de esa monumental obra es un tal señor Pick; un viejo pizzero que trabajaba de sol a sol. Su viuda dijo que jamás había leído una palabra. Y que nació y murió inculto. Esta dualidad de personalidades atrae como la miel, ya sea desconfiando del milagro o apoyando al despreciado autor que en vida no conoció la fama. Hay que investigar la verdad. Qué mejor para ello que un periodista sin nada que perder.

Basta ver una foto de Alexander Grothendieck -vestido con andrajos y estampa de un anciano eremita- para dudar que fuera un genio absoluto de las matemáticas. O Fritz Haber, quien creó un pesticida con el que más adelante los nazis exterminaron a miles de judíos e incluso a parte de su propia familia. O Karl Schwarzschild, un físico que solucionó las ecuaciones de la teoría de la relatividad en un sangriento campo de batalla. Muerto este personaje impresionante, Einstein intentó combatirlo con argumentos que deleitaron a la comunidad científica. Y no pudo. En su obra “Un verdor terrible”, Benjamín Labatut revive personajes ocultos a la generalidad, las revoluciones científicas que cambiaron el mundo y la desgraciada suerte que corrieron los genios: su soledad y el alejamiento absoluto del mundo que quisieron transformar. No en vano este libro es finalista en el Booker Prize International.

Cuando hablamos de robots “humanizados”, dos de los mejores escritores actuales rivalizan en prosa y trama: Ian McEwan con la novela “Máquinas como yo”, y Kazuo Ishiguro con “Klara y el sol”. En el libro de McEwan, el robot es programado para desarrollar actividades sofisticadas a gusto del comprador. Puede ser desde un intelectual a un simple acompañante. No es previsible que se independice de su dueño o que desarrolle conductas que están fuera del programa. Menos que se transforme en un ente inmanejable. Cierto, en estas materias experimentales todo es posible. Pero Klara y el sol es totalmente diferente. Klara mira desde la vitrina de la tienda mientras el sol la nutre de energía; añora que la adquieran. Intenta comprender lo que la rodea. Cuando al fin es comprada, se integra en una familia. La pequeña Josie está a su cargo. Klara experimenta sentimientos y emociones. Siente asombro, tristeza y esperanza. Es capaz de amar.