Gorbachov
Por Sebastián Hurtado Torres, Instituto de Historia, Universidad San Sebastián
“Los que actúan tarde serán castigados por la historia”, dijo Mikhail Gorbachov en más de una ocasión. En su visión de la historia y de su tiempo, actuar tarde significaba mantener el funcionamiento del sistema soviético sin cambios, durmiendo sobre los laureles de un poder estatal que cada vez hacía menos por cumplir las promesas de justicia terrenal de la revolución leninista. Gorbachov creyó, casi hasta el mismo momento de su caída, que la idea del socialismo seguía estando vigente y que para su efectiva implementación eran necesarias reformas que iban contra la ortodoxia de un sistema anquilosado y alejado del espíritu redentor de la revolución que lo fundó. En este sentido, Gorbachov era aún un idealista, imbuido de una convicción profunda sobre un horizonte alentador, alcanzable todavía dentro del socialismo.
Por otra parte, cuando las bases del funcionamiento cotidiano del sistema soviético y su esfera de hegemonía en Europa del Este empezaron a derruirse, en parte como resultado de sus propias políticas de apertura, Gorbachov reconoció rápidamente que la velocidad de los acontecimientos superaba con mucho las posibilidades de acción que su propia visión de la historia permitía. Sus antecesores en el poder de la Unión Soviética habían sido implacables en la represión de cualquier posibilidad de disidencia interna y habían impedido cualquier desviación de las directrices imperiales de parte de los países sometidos. En 1989, enfrentado a cada vez más expresiones de disidencia interna y a la caída de varios de los gobiernos comunistas obedientes de Moscú en Europa del Este, Gorbachov decidió no replicar las decisiones de sus antecesores. En lugar de enviar tanques y tropas para evitar el fin de los gobiernos comunistas de Polonia, Checoslovaquia y Alemania del Este, caída del Muro mediante, Gorbachov optó por la inacción. Las rebeliones de la sociedad civil que acabaron con estos gobiernos, extraordinariamente pacíficas en comparación con la historia de Europa hasta ese entonces e incluso con la suerte de Yugoslavia, fuera de la órbita de Moscú, convergieron en una marea de fuerza histórica que Gorbachov entendió como incontenible. La preservación del socialismo y todo lo bueno que supuestamente ofrecía, aún el principio rector en la mente de Gorbachov, no podía sostenerse sobre un imperio belicista y la represión descarnada de manifestantes que, después de todo, eran parte del pueblo al que el socialismo supuestamente se debía. En ese escenario, prefirió dejar caer el imperio soviético a mantenerlo al costo de acciones militares en suelo extranjero que podían conducir al estallido de una guerra internacional y de una represión generalizada en el propio suelo nacional (aunque algunas instancias de esto hubo). En este sentido, Gorbachov fue un observador realista y agudo del tiempo en que le tocó ser protagonista.
La tensión eminente entre las dos almas de Gorbachov culminó con la caída ya no solo del imperio soviético en Europa del Este, sino también con la disolución en 1991 del país que había empezado a presidir seis años antes. Gorbachov intentó, por medio de una política de apertura a contrapelo de la historia del país, preservar la Unión Soviética, un proyecto histórico nacional y de la humanidad con el que aún estaba comprometido. Fracasó. Las pulsiones nacionalistas, reprimidas e invisibilizadas por el dominio ruso durante toda la historia soviética, salieron violentamente a la superficie en unos pocos años y terminaron por destruir el país que Gorbachov quiso preservar sin recurrir al instrumento históricamente más común para estos propósitos en momentos de crisis: la violencia estatal sistemática, determinada e implacable.
Desde el punto de vista de los nostálgicos del poder imperial ruso encarnado por la Unión Soviética, el legado de Gorbachov es nefasto. Las guerras nacionalistas y expansionistas de Putin -Chechenia, Georgia y Ucrania- son las manifestaciones más extremas del resentimiento ocasionado en la sociedad y cultura nacional rusa por el fin de su predominio hegemónico en la forma de la Unión Soviética. El fin de la Unión Soviética, además, causó extraordinarias disrupciones en la vida cotidiana de sus antiguos ciudadanos, lo cual puede atribuirse tanto al carácter revolucionario profundo del proceso que condujo a ese fin como al hecho de que el liderazgo de Gorbachov lo permitió. Es difícil que los rusos que sufrieron las consecuencias económicas y sociales de esta transformación en la década de 1990 tengan a Gorbachov en alta estima.
Igualmente, la magnitud de la figura histórica de Gorbachov es extraordinaria. Ningún individuo es la fuerza determinante de su tiempo, pero Gorbachov está entre quienes más se acercan a esa posibilidad. De no ser por sus decisiones, hoy quizás no existirían los regímenes democráticos de varios países de Europa del Este y de otros tantos que otrora formaron parte de la Unión Soviética. Quizás, la Guerra Fría hubiera seguido su curso y, de haberse impuesto la fuerza estatal soviética por sobre los deseos de apertura de las sociedades civiles de la Unión Soviética y los países de Europa del Este, la brutal represión de Tiananmén se hubiera repetido en otros lugares, desatando una espiral de violencia de potencial insospechado o cerrando por completo las puertas a la liberalización que se habían abierto pocos años antes. Como sea, para bien o para mal, Gorbachov será siempre el líder que prefirió dejar caer un sistema a tener que sostenerlo recurriendo a los tanques y los fusiles y al costo de un baño de sangre, como lo habían hecho sus antecesores en la Unión Soviética y, en realidad, en la mayor parte de la historia de la humanidad.
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