Harvard
El Presidente Trump lanzó una ofensiva sin precedentes contra las instituciones de educación superior. ¿Su objetivo? “recuperar las antiguas grandes instituciones educativas de la izquierda radical”. ¿La estrategia? Ajustar la fórmula de financiamiento federal de manera que las universidades enfrenten una amenaza existencial si no se alinean con su visión ideológica.
¿Qué hay detrás del plan Trump? Como en tantos otros casos, el Presidente identifica una inquietud legítima. Es un hecho que las universidades americanas no siempre han fomentado un verdadero debate abierto, especialmente en lo que respecta a las voces más conservadoras. El mundo académico es insular, a ratos woke, y peca de endogamia intelectual. El problema, sin embargo, es que el planteamiento y la respuesta de Trump a dicha inquietud termina siendo mucho más dañina que la cuestión que busca resolver. No ligeramente más perjudicial, sino profundamente destructiva.
La (auto)crítica a las universidades debe estar amparada en la libertad académica y las reformas deben nacer de un debate institucional, no del temor impuesto por la Casa Blanca.
La nueva imposición de Washington es que en las universidades existe “diversidad buena” y “diversidad mala”. A la primera, hay que protegerla; a la segunda, eliminarla. Así, por ejemplo, se debe censurar una manifestación en defensa de los derechos de las personas transgénero, pero garantizar el derecho a manifestarse de quienes portan orgullosamente la gorra “Make America Great Again”.
Esta semana, Harvard se convirtió en símbolo de resistencia al negarse a acatar las imposiciones del gobierno federal. Defendió con firmeza la independencia y libertad de la educación superior, ganándose el reconocimiento del mundo. Ahora bien, para no andar con cuentos, Harvard lo hizo desde una posición privilegiada, respaldada por un endowment de 53 mil millones de dólares. No todas las universidades tienen esa capacidad de resistencia.
Muchas otras instituciones, de menor presupuesto, enfrentan un dilema brutal: si no aceptan las condiciones impuestas por el gobierno, podrían verse obligadas a recortar investigación científica esencial —como el desarrollo de antibióticos, nuevas terapias antivirales o mecanismos de defensa ante armas químicas. Pero si ceden, el costo sería aún mayor: la erosión del propósito mismo de la universidad como espacio de pensamiento crítico, libre e independiente.
En ese contexto, la disyuntiva se vuelve clara: perder el financiamiento o perder el alma.
En mi opinión existen buenas razones para salvar el alma. El miedo ha sido la herramienta predilecta del gobierno estadounidense, usada para intimidar a inmigrantes, presionar a estudios jurídicos, y silenciar a republicanos moderados. Pero las universidades —que durante generaciones han enseñado los principios de la democracia- deben tener el coraje de resistir. Lo que está en juego no es simplemente una disputa ideológica: es el futuro mismo de la democracia intelectual.
Por Benjamín Salas, abogado y colaborador asociado de Horizontal
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