Indispensables cambios en el sistema político
Cualquiera sea el camino que el Congreso escoja para llevar adelante el nuevo proceso constitucional, un aspecto que resulta ineludible de ser abordado es el mal funcionamiento del actual sistema político, donde en tanto no se introduzcan reformas verdaderamente de fondo lo que cabe esperar es que la calidad de nuestra democracia se vaya deteriorando cada vez más.
Es notorio que cuando menos desde el segundo gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet el sistema político estaba dando claras muestras de sus dificultades para asegurar la gobernabilidad del país, lo que se ha seguido potenciando en cada administración venidera, como fue el caso del segundo gobierno de Sebastián Piñera, cuando se desató un verdadero “parlamentarismo de facto”. Hoy se ha llegado a un punto en que lograr acuerdos entre el mandatario y el Congreso -pero también entre las propias fuerzas con representación parlamentaria- para avanzar en los cambios que la ciudadanía requiere no solo se torna cada vez más difícil, sino que dichos acuerdos son frágiles, principalmente porque la atomización de fuerzas políticas no permite asegurar su perdurabilidad. Esto bien lo ha comprobado la coalición del Presidente Boric, donde el acuerdo suscrito con distintas fuerzas políticas para la administración de la Cámara de Diputados apenas alcanzó a durar ocho meses, algo inédito.
Es insostenible seguir en esta tóxica dinámica política, porque al final el país se estanca y a los gobiernos se les hace difícil su tarea, confirmando que si esto no se corrige viviremos en permanentes crisis de gobernabilidad. La oportunidad para promover una reforma de esta naturaleza resulta en todo caso ideal: distintas voces del mundo político están convergiendo en la necesidad de ello, en tanto que la literatura especializada sugiere que, para que este tipo de reformas sean viables, se requiere en primer lugar de un contexto propicio para impulsarlas. Esto es algo que no ocurre con frecuencia, pero que ciertamente se cumple respecto de este nuevo proceso constituyente, pues es difícil pensar que los actuales parlamentarios tendrán los incentivos para renunciar a sus privilegios.
A la hora de los diagnósticos, probablemente el mayor problema de nuestro sistema político es su alta fragmentación, sin incentivos para conformar grandes bloques políticos, algo que facilitaría las negociaciones y alcanzar acuerdos. Esto parece ser el resultado, por una parte, del actual sistema electoral, el cual, al basarse en la proporcionalidad, favorece la presencia de grupos más pequeños y, por otra, a laxas normas relativas a la conformación de partidos así como los mecanismos establecidos para su financiamiento. Todo ello, si bien tuvo por finalidad introducir prácticas de más trasparencia y buscar mayor representatividad política, como contracara ha estimulado la exacerbación de un multipartidismo que no dialoga bien con un sistema presidencial como el actual, minimizando los incentivos para una relación eficiente entre Ejecutivo y Congreso.
Remontándonos en el tiempo, la moneda de cambio en las negociaciones para lograr dejar atrás el sistema binominal en 2015 por uno proporcional “corregido” fue bajar los requisitos de afiliación mínima para la conformación de partidos, bajando de un ya magro 0,5% a un insignificante 0,25% de ciudadanos que hubiere sufragado en la última elección de diputados en las regiones donde pretendan constituirse. A ello cabe agregar que con dicha reforma electoral se aumentó el número de parlamentarios; en el caso de los diputados, se tradujo que en vez de elegir dos por circunscripción ahora se eligen entre tres y ocho, dependiendo del número de habitantes, por lo que, con más escaños a llenar, sumado al considerable aumento del número de candidatos, más una elección basada en la proporcionalidad fue posible que entraran al Congreso nuevos grupos, pero muchos de ellos pequeños.
A ello se suma que la reforma introducida en 2016 contempló el financiamiento fiscal de los partidos, tomando como base el total de votos en la última elección de diputados. Con ello se conforma un considerable fondo anual, 20% del cual se reparte entre todos los partidos constituidos, y el resto en proporción a la votación que cada uno obtuvo, rompiendo así una de las principales barreras que existía para formar partidos, que era el financiamiento.
Así, normas más laxas para su constitución y recursos asegurados llevaron a una eclosión de colectividades, algo que algunos han ironizado como la fórmula ideal para instalar “pymes políticas” o partidos meramente instrumentales antes que proyectos de largo plazo. En el Servel figuran constituidos actualmente 15 partidos, y otros seis aparecen en formación. Por su parte, varios de los grupos que este último tiempo se han escindido de otros partidos también han anunciado su intención de conformarse como colectividades, donde por lo menos se cuentan tres. Es decir, el sistema político sigue fragmentándose cada vez más.
Esta proliferación de partidos no debe continuar. Indispensable resultaría contar con una suerte de estatuto constitucional que establezca barreras más severas para la constitución de partidos, con umbrales no inferiores al 5% de los votos emitidos, así como cambios en el sistema electoral, que eviten su proliferación indiscriminada, apuntando a que representen corrientes de pensamiento y no caudillismos o meras aventuras electorales. En esto el modelo alemán brinda algunas pistas, pues el Parlamento puede operar en forma razonablemente estable gracias a grandes coaliciones, favorecido porque a los partidos se les exigen umbrales mínimos exigentes para lograr representación parlamentaria. También debería terminarse con la posibilidad de que candidatos sean electos con porcentajes incluso bajo el 2%. Eso solo es un estímulo a la aparición del “transfuguismo” y un caldo de cultivo para el populismo, en tanto que el financiamiento de los partidos debería quedar sujeto a umbrales de votación más exigentes.
Un debate a fondo sobre nuestro sistema electoral también debería apuntar a maximizar la estabilidad gubernamental. En ese sentido, los sistemas electorales mayoritario parecerían posibilitar gobiernos más estables, mientras que los sistemas electorales proporcionales tienden a valorar más la representación, pero con riesgos de atomización. Otros cambios, como el voto voluntario, han terminado por acrecentar la desafección por la política, pues presidentes y parlamentarios en general son electos con muy pocos votos, perdiendo capacidad de representación, y en tal sentido es correcto que se avance hacia una obligatoriedad.
Habría muchas otras materias sobre las que tratar, pero ninguna reforma a nuestro sistema político rendirá frutos si es que desde los propios partidos y parlamentarios no hay voluntad de apegarse rigurosamente a las vías institucionales. La proliferación de mociones inconstitucionales o derechamente populistas erosionan nuestra democracia, y debe ser motivo de reflexión por qué el Congreso y los partidos desde hace años figuran entre las instituciones peor evaluadas por la ciudadanía.
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