Innecesarios cambios de nombre y complejos diseños institucionales

Convención Constitucional: 18 de Febrero 2022
Foto:JUAN FARIAS / AGENCIAUNO


Estando dentro de las reglas del proceso que la Convención Constitucional cuenta con las facultades soberanas para suprimir o modificar las actuales instituciones del Estado, o bien crear otras totalmente nuevas, cabe interrogarse si la vorágine con que se están modificando entidades como el Poder Judicial, el Congreso y el régimen político responden bien a los anhelos de cambios que ha expresado la ciudadanía, pero a la vez dentro de un marco de estabilidad y alejado de afanes refundacionales. La dirección que han tomado algunas de las modificaciones propuestas en estas materias -así como en varias otras- sugiere que estos equilibrios se están desbalanceando, lo que abre el riesgo de que estas propuestas comiencen a encontrar fuertes resistencias y se haga cada vez más difícil alcanzar acuerdos que convoquen a la mayoría del país en torno a la nueva carta fundamental.

Todo cambio, sobre todo cuando se trata de asuntos tan medulares como las nuevas reglas constitucionales, siempre generará recelos y malestar en algunos, lo que hace necesario desplegar hábiles maniobras negociadoras y desarrollar un agudo sentido de realidad, tal de poder identificar cuál es el nivel de respaldo político que encuentran las reformas. Ese fino y paciente trabajo parece estar siendo dejado de lado en algunas comisiones, abriendo paso a pulsiones que buscan establecer una especie de refundación en las bases de la República, cuando en realidad el objetivo central de la Convención debería ser dotar al país de un nuevo diseño institucional, recogiendo la rica tradición constitucional que nos precede, pero incorporando también las demandas y visiones propias de nuestro tiempo.

En ese sentido, cabe preguntarse si para impulsar estas reformas era necesario llegar al punto de cambiar los nombres de las principales instituciones que han estado desde nuestro nacimiento como país. Así, el Poder Judicial ahora será un Sistema Nacional de Justicia -integrado por una jurisdicción para pueblos indígenas, y otra para el resto de los chilenos-, en tanto que el Senado -conforme un reciente acuerdo político alcanzado entre colectivos de izquierda y centroizquierda- desaparecerá para dar paso a un “Consejo Territorial” -con funciones totalmente distintas a las que hoy detenta la Cámara Alta-, en tanto que el legislativo será una cámara única, que pasará a denominarse “Congreso Plurinacional”. Por su parte, en la conformación del Estado se han introducido conceptos como “regiones autónomas” -a pesar de que formalmente sigue en pie que Chile es un país unitario-, y desde luego el propio país ha sido caracterizado como un “estado plurinacional e intercultural” -¿es el anticipo de que el nombre oficial de la República de Chile también podría cambiar?-, sin que sus alcances hayan sido suficientemente sensibilizados y debatidos.

Estos cambios de nombres no deben verse como algo trivial, sino que sus implicancias conllevan alcances de fondo. Probablemente el mayor de ellos es que algunos sectores pueden ver confirmado aquí los temores de que está en marcha una suerte de proceso refundacional -aun cuando esa pueda no ser la intención de muchos convencionales-, lo que con seguridad irá ampliando los espacios de desconfianza hacia el quehacer de la Convención, llegando al punto en que se podría concluir que los cuestionamientos ya no eran ni por “30 pesos” ni “30 años”, sino por “200 años”.

Detrás de estos cambios también se están dibujando diseños institucionales que han merecido fuertes reparos, pues los convencionales, a fin de lograr acuerdos fundamentalmente entre las izquierdas, están generando modelos híbridos que, además de ser inéditos en la experiencia internacional, su funcionamiento y empalme con el resto de los engranajes de la Constitución puede llegar a ser muy complejo. Esto resulta particularmente evidente en el caso del Congreso, donde si bien se apunta a mantener un bicameralismo, en la medida que se establezca un “Senado” sin ninguna de sus actuales facultades y prácticamente sin capacidad de incidir en el proceso legislativo, en los hechos se estará consagrando un unicameralismo, concentrando aún más el poder en desmedro de las regiones.

En materia de régimen político, se mantiene un presidencialismo, pero “atenuado”, y además de crear la figura de una vicepresidencia, el acuerdo político también contempla la instauración de un “ministro de gobierno”, encargado de conducir las gestiones legislativas del gobierno. Es decir, se funden en uno solo elementos propios del presidencialismo, del parlamentarismo y del semipresidencialismo, lo que deviene en un sistema de muy difícil comprensión y de dudosa aplicación.

En lo que toca a formas del Estado, los primeros acuerdos apuntaban a crear asambleas legislativas regionales -con amplias facultades, incluso en materia tributaria- y todo tipo de autonomías. Parte de estos contenidos han sido atenuados luego de que el pleno los rechazara, pero otra vez cabe insistir en la importancia de no buscar crear modelos propios del federalismo, cuando a la par se mantiene la noción de un estado unitario, que por lo demás ha sido la tradición chilena.

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