Institucionalidad, populismo y corrupción
La incertidumbre política que vive el país en medio de la transición que crea el proceso constituyente ha devenido en una tensión institucional sin precedentes desde el regreso a la democracia. Lo vemos en parlamentarios o autoridades que hacen llamados a la insubordinación civil, a estar disponibles a cometer sacrilegios constitucionales con tal de aliviar la situación de las personas, al uso de artilugios legales para desafiar las atribuciones presidenciales en la presentación de proyectos de ley o en un miembro del Tribunal Constitucional al que pareció importarle poco el origen de las leyes con tal de buscar soluciones para la gente.
Frente a la magnitud de la crisis es fácil ceder a la tentación populista que busca resolver a cualquier precio los problemas de las personas. En cierto modo, la política busca justamente eso, llegar a acuerdos para resolver problemas sociales. Pero cuando esta búsqueda se hace al margen de la institucionalidad, y si a eso se suma la atomización política, el descrédito en el que están sumidos sus principales referentes en Chile –en la reciente encuesta CEP los partidos políticos (2%), el Congreso (8%), el Gobierno (9%), el Ministerio Público (11%) y los Tribunales de Justicia (12%), son las de las instituciones con menor aprobación en el país- y la escasa vinculación de la ciudadanía con estos sectores, el resultado es un caldo de cultivo para el populismo al más puro estilo latinoamericano. Y mientras más espacio exista para líderes populistas, más espacio crece para la corrupción en todas sus formas.
Lo confirman los datos. Existe una peligrosa correlación entre la debilidad institucional y la corrupción. Según el World Economic Forum en su reporte de competitividad de 2018, América Latina es una de las regiones con menor puntaje (47,8 puntos) en el pilar Instituciones, superando por poco a la África subsahariana (47,5 p.) y muy por debajo de Europa y Norteamérica (64,5 p.) o Asia Oriental y Pacifico (61,6 p.). Consistentemente vivimos en una de las regiones más corruptas del mundo. De acuerdo al Índice de Percepción de la Corrupción 2020 de Transparencia Internacional, la mayoría de los países de latinoamericanos no alcanzan los umbrales mínimos en materia de corrupción, salvo excepciones como Uruguay, Chile y Costa Rica. Lo preocupante es que el informe revela que nuestro país es uno de los que más retrocede en la región en esta materia en relación al reporte previo.
Desde el mundo empresarial tenemos que actuar decididamente por desterrar conductas antiéticas y promover una cultura de integridad en nuestras organizaciones. Casos recientes de delitos vergonzosos no deben frenar el círculo virtuoso que provoca el que, desde los dueños de las empresas hacia abajo, trabajen por causar que las organizaciones respiren un actuar basado en valores y se identifiquen, persigan y erradiquen las malas prácticas. Este trabajo que nunca termina es fundamental, porque las empresas que lo han hecho mal indefectiblemente han terminado afectando la confianza a nivel país.
Pero también somos responsables de exigir estos mismos estándares a los que nos gobiernan. Y esto parte por reivindicar el respeto a la institucionalidad. Hoy pueden ser las demandas sociales las que sirvan de excusa para torcer los principios consagrados en la Constitución. No sabemos si mañana otros intereses más oscuros -como bien pudiera ser el narcotráfico- servirán como peligroso aliciente para el desborde institucional. Las autoridades que hoy se amparan en las demandas ciudadanas para tensionar a las instituciones y hacerlas ver más frágiles de lo que ya son, se exponen a ser tragadas por el siguiente caudillo, de corte populista, con la corrupción corriendo desenfrenada por todos los ámbitos de la nación. Bien lo saben algunos vecinos de la región en donde la tensión hacia las instituciones terminó con estas en manos de gobiernos populistas y, coincidentemente, hoy están en los últimos lugares del mundo en materia de corrupción.
Presidente Fundación Generación Empresarial