Intolerancia y cancelación de opiniones
Los dichos vertidos por el diputado Gonzalo de la Carrera en el marco de una sesión parlamentaria, en donde le enrostró a la diputada transgénero Emilia Schneider que mentía al país al “exigir su derecho a abortar” y su “derecho a menstruar”, generaron duras reacciones en el ambiente político, sobre todo en el oficialismo, acusando transfobia y maltrato. El gobierno también condenó estas declaraciones, ante lo cual la ministra Secretaria General de la Presidencia señaló que el gobierno buscaría poner urgencia a la reforma constitucional presentada a fines de agosto por parlamentarios oficialistas, en la cual se busca establecer que cesará en el cargo el diputado o senador que ejerciere actos de violencia respecto de otro parlamentario en el ejercicio de sus funciones. Dicha moción fue justamente presentada con ocasión de una agresión física que protagonizó De la Carrera en contra de un diputado del Partido Radical.
Desde luego, resulta completamente legítimo cuestionar los dichos y actuaciones del diputado De la Carrera -por de pronto, su propia bancada, la del Partido Republicano, lo expulsó producto de la riña que ya había protagonizado, lo que ilustra la incomodidad que despierta su figura-, y naturalmente sus afirmaciones respecto de la diputada Schneider habrán de ser eventualmente juzgadas en la Comisión de Ética de la Cámara, sin perjuicio de las acciones penales que puedan adoptar las partes que se sientan afectadas. Sin embargo, es decidor que los caminos de acción no se limiten a utilizar las vías sancionatorias que ya están contempladas para casos como el De la Carrera, sino que se pretenda ir más allá y se busque un cambio sustantivo de la institucionalidad, en este caso agregando una apresurada y poco meditada causal de cesación del cargo parlamentario, que por su vaguedad puede prestarse para prácticas que justamente atentan contra el objetivo de asegurar que el trabajo parlamentario no sea objeto de coacciones.
Detrás de estas reacciones parece subyacer algo más que el propósito de manifestar indignación por lo sucedido y establecer mejores estándares en el ambiente parlamentario. La coordinada forma en que se movilizó el oficialismo y el gobierno para tratar este incidente, y el que sobre la marcha se busque cambiar las normas vigentes relativas a la cesación del cargo parlamentario sin justificación para ello, más bien parecen responder a un nuevo y poco disimulado intento por cancelar opiniones o buscar pretextos “legales” para desbancar o silenciar voces o miradas que a ciertos sectores les resulten incómodas.
Este proceder es muestra de que están germinando actitudes de intolerancia preocupantes, algo que sobre todo sorprende proviniendo de quienes han hecho del respeto irrestricto de los derechos humanos una bandera de lucha, y que en su campaña prometieron una nueva forma de hacer política. Paradojalmente entonces, quienes se supone deberían ser los más abiertos y tolerantes muchas veces dan muestras de todo lo contrario, y en la medida que con estas actitudes o cambios normativos buscan instalar por la fuerza sus propias verdades, la intolerancia se amplifica aún más.
Los intentos de cancelación ya fueron evidentes a propósito del proyecto de ley que buscaba sancionar -incluso con pena de cárcel- el negacionismo en materia de violaciones a los derechos humanos, iniciativa que si bien consiguió aprobarse en la Cámara de Diputados, durante su tramitación en el Senado se logró que el Tribunal Constitucional declarara su inconstitucionalidad. No obstante, los intentos por reflotar dicha iniciativa no han cesado, y prueba de ello es que la figura del negacionismo también fue incluida en el reglamento de la extinta Convención Constitucional. Así, en vez de persuadir o combatir aquellas ideas que se estimen equivocadas, falsas o incluso repudiables confrontándolas en el debate público, se prefiere una alternativa que busca hacer recaer todo el peso coercitivo de la institucionalidad para así amedrentar a quienes no compartan determinados puntos de vista históricos.
Estas formas de intolerancia y cancelación son impropias de una democracia respetuosa de la libertad de expresión, y debe tomarse conciencia sobre la importancia de no alterar las instituciones según la conveniencia política. Un debate amplio sobre la violencia, sus alcances y la forma de combatirla es siempre bienvenido, buscando estándares comunes y no discrecionales.
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