Columna de Joaquín Trujillo: Narcisocracia
Narciso se miró en el agua de una noria, una tan calma y transparente, que pudo presenciar su imagen y se enamoró de ella. Y puesto que no tuvo cómo verse mirándose (ninguna cámara que lo grabase para que acto seguido viera el ridículo que hacía), sigue contemplándose ahí con la boca semiabierta.
Desde entonces, los seres humanos han logrado ciertos artefactos para mirarse por fuera, de lejos o cerca, como si los viera un detractor. Pero todavía hay quienes no sueltan el viejo espejo del amor que los dejó ensimismados.
Y ocurre por eso que conocer el tamaño de uno mismo es toda una proeza. Falla la noción de la infinita superioridad que alcanzan otros. Una persona que de verdad ha estudiado se sabrá minúscula e insignificante. El ensimismamiento de Narciso, en cambio, se engaña toda la vida y cuando finalmente se desengaña, ya ha perdido demasiado tiempo, aquel con el cual pudo haber hecho de sí mismo, trabajo e ingenio mediante, algo levemente mejor.
Hay una multitud de narcisos que pretende que las decisiones que se toman en colectivo, vale decir, políticamente, satisfagan con precisión lo que cada uno de ellos exige. Si eso no ocurre, fundan nuevas agrupaciones, las dividen internamente o se vuelven rebeldes a toda solución, no por un alto principio ético que mantienen -lo que sería perfectamente legítimo-, sino porque no se contemplan de cuerpo entero en el espejo común. Pues juran que sus apariciones en público son siempre un momento estelar de la humanidad.
Estos narcisos son incapaces de entender que incluso la fuente misma en la que han podido contemplarse es un resultado de la calma y la paz que ellos con su desasosiego habrían hecho imposible. De ahí que este personaje mitológico desconoce la historia de la que es dependiente y, si llega a saber algo de ella, no sabe reconocer en esa trama otra cosa que antecedentes de sí mismo.
Cuando aprende a mirar a otros, el Narciso convierte su espejo en una envidiosa cámara fisgona, como la malvada reina de Blancanieves. Al principio, amenazaba al espejo para que le confirmara que era bella y, por lo tanto, poderosa; luego, lo convirtió en una obsesiva mirilla a través de la cual espiaba a su más bella hijastra.
Otras autoimágenes magníficas se consideran tan saciadas que pueden compadecerse en exceso. Un cuento dice que el emperador Carlos V descubrió que uno de sus escribas era en realidad analfabeto, con lo que obviamente resultaba incompatible en su cargo. Para protegerlo empezó él mismo a hacerle en secreto el trabajo. Porque la narcisocracia también se da estos gustos magnánimos, muchos de los que sumados y extendidos a asuntos muy delicados pueden arruinar a un país o hasta a una civilización completa. El narcisócrata no se pregunta si acaso exista un mejor candidato que deja de ser útil a su oficio. Y se autocomplace disfrazado de un humilde silencioso ante un dios que no es otro que él.
Sabios fueron los antiguos que reservaban la experiencia del espejo solo para súper iniciados, personas que eran ya suficientemente viejas y por ende feas para ser también sabias.
Por Joaquín Trujillo, investigador del CEP
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