La Chile de los fanáticos

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"Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema". Esta frase de Winston Churchill resume perfectamente el estado actual la Universidad de Chile, donde la experiencia universitaria se encoge hasta reducirse solo a la política y concretamente a la política de extrema izquierda. Ejemplo de esto es el caso de Polette Vega, quien sufrió un intento de agresión y posteriormente fue expulsada de una sala de clases por millennials fanáticos. Su pecado fue decir que adhiere a la centroderecha en un espacio donde eso es criminalizado, perseguido y castigado.

Tenemos más casos. El Centro de Estudiantes de Derecho aprobó un estatuto donde aquellos que no se definan como "anticapitalistas", "antiimperialistas" o "antiespecistas" pueden ser objetados para competir en elecciones. A eso sumemos la paliza recibida por el hijo de una diputada en agosto de este año, pero también los escupos, insultos y gritos que han acallado voces en centenares de asambleas a través de los años.

A no se equivocarse, lectores. "Extrema izquierda" no es una hipérbole contra la socialdemocracia o el socialismo en general, sino la justa definición para un mundo donde el Partido Comunista es visto con recelo por considerarse demasiado moderado. La columna vertebral del fanatismo está compuesta por grupos con influencias radicales de distinto cuño: guevarismo, anarquismo, trotskismo, socialismo del siglo XXI y un largo etcétera de grupúsculos. Todos de izquierda, muy de izquierda.

El cuento es el mismo de siempre: jóvenes inseguros de su identidad se resguardan en la certeza que solo las ideologías radicales entregan. Así hacen amigos, dan sentido a su vida y recolectan historias para luego olvidar todo cuando cumplen treinta años. El "colectivo" es un club, una tribu urbana que detesta la diferencia. Ven con malos ojos el escepticismo y los valores democráticos, pero se autoproclaman como los paladines del pensamiento crítico y la democracia. Esquizofrenia.

El problema no es nuevo y persiste en el tiempo. Son muchos los profesores que convierten sus cátedras en activismo político, buscando convencer al estudiante en lugar de abrir su mente. Presentan un mundo con buenos y malos, donde los primeros deben campear a sus anchas y donde los segundos deben esconderse para evitar el rechazo. Recuerdo un curso donde el profesor abiertamente dijo "la derecha nunca ha sido democrática". Además de ser falso, estos actos solo profundizan la espiral del silencio.

Las autoridades históricamente han hecho vista gorda de estos problemas. Existe una fobia por el resguardo del orden, donde los actos vandálicos, la violencia y el amedrentamiento generalmente resultan impunes. Nadie se atreve a tomar medidas que puedan molestar a los fanáticos. Síndrome de Estocolmo.

Pero la universidad es más compleja que eso. La matrícula es más diversa de lo que se piensa y son muchísimos los estudiantes disconformes con el secuestro de la universidad. Pero existe miedo. Sí, en la principal universidad pública del país no se resguarda un derecho humano básico como la libertad de expresión. Lo peor es que se encuentra legitimado y la gente se siente con derecho a amordazar las ideas de sus propios compañeros. Ni siquiera el chavismo es tan bestial.

Hay esperanza al final del túnel. El secuestro se mantendrá en la medida de que lo mantengamos invisible y silencioso, pero el inicio del cambio está en mostrar cómo el fanatismo nos arrebató una universidad que debiera pertenecer a todos los chilenos. La respuesta está en el origen, en el discurso de instalación de la casa de estudios que pronunció Andrés Bello el 17 de septiembre 1843: "la libertad, como contrapuesta, por una parte, a la docilidad servil que lo recibe todo sin examen, y por otra a la desarreglada licencia que se rebela contra la autoridad de la razón y contra los más nobles y puros instintos del corazón humano, será sin duda el tema de la Universidad en todas sus diferentes secciones".

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