La columna de Álvaro Pezoa: Erradicación del odio

Piedra Boric


Por Álvaro Pezoa, ingeniero Comercial y doctor en Filosofía

Para la subsistencia de la democracia, junto con las condiciones sociales, existe otra de carácter eminentemente moral: la erradicación del odio, como advertía con clarividencia el recordado historiador Gonzalo Vial Correa. Magistralmente recurría a hechos del acontecer chileno de la segunda mitad del siglo XX para mostrar la veracidad de su afirmación. En síntesis, el odio corroe las almas, transforma las conductas humanas y termina constituyendo un factor de enorme inestabilidad política. Cuando éste impera, el adversario político, que es una persona que puede pensar distinto e incluso estar equivocada, pero cuya buena fe es preciso presumir mientras no se pruebe lo contrario, se transforma lisa y llanamente en un “enemigo”. Pasa a ser considerado entonces como un individuo insincero, movido por intereses espurios, que debe ser eliminado, incluso materialmente. ¿En qué se traduce este odio? En virulencia creciente en la contienda política hasta llegar a la lucha armada, esto es, en agresiones y enfrentamientos físicos, en terrorismo, en heridos, en muerte; en la transgresión de derechos humanos esenciales.

El odio que emponzoñó el espíritu de tantos compatriotas en el pasado, está ahora envenenándonos nuevamente. Basta internarse un momento en el espacio virtual de las redes sociales para constatar una profunda, despreciativa y grosera inquina verbal o seguir el flujo de noticias diarias sobre el país, para comprobar un lamentable reguero de quemas de casas, templos e instalaciones productivas, de disparos dirigidos que lesionan o ciegan vidas inocentes, de “acuchilleo” o apedreo a quienes manifiestan posiciones contrarias en algún asunto de carácter público. La existencia de pobreza, carencias sociales y mala educación son caldo de cultivo favorable, pero no suficiente, para explicar la profusión de malquerencia y saña que ha venido a ser corriente en la actualidad nacional. Peor aún, el fenómeno sigue en preocupante aumento. El odio político en Chile encuentra su origen antes de la década de 1960, y tiene estrecha relación con corrientes de carácter ideológico que se intentan imponer a todo evento y con las tesis ultraizquierdistas del enfrentamiento inevitable y de la fuerza como única vía de acceso al poder. Con caras y formas parcialmente renovadas está de regreso -en estricto rigor nunca ha desaparecido- con reforzados bríos. Esta espiral de encono debe ser detenida a tiempo, pues nada bueno se puede esperar de ella. Hay gente que cree que el odio político es un arma, pero su cultivo es inútil (además de intrínsecamente malo). Sus únicos frutos son la destrucción, el dolor y la muerte. Por lo mismo, su extirpación es un requisito para el bien común y la pervivencia de un auténtico régimen democrático. Con todo, su eliminación no puede ser impuesta, depende solo en porcentaje menor a medidas externas. Erradicarlo implica la resolución interna de todos los ciudadanos, muy especialmente de la disposición y el ejemplo de las autoridades y dirigencias. El momento preciso para cambiar el rumbo es hoy, mañana podría ser tarde.

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