La columna de Guarello: Don Manuel
"¿Cuántos entrenadores de los años ochenta hoy están, y con éxito, jugando competencias europeas? Ni siquiera el venerado Marcelo Bielsa. A Manuel Pellegrini, muchos, me incluyo, lo dábamos casi por jubilado tras la mala experiencia en el West Ham".
Mi primer encuentro cara a cara con Manuel Pellegrini, por decirlo así, fue en El Sauzal en febrero de 1989. La U venía de descender y el ex defensa central, entonces de 36 años, dirigía uno de sus últimos entrenamientos como técnico azul. Tenía el encargo de hacerle una nota a jugadores veteranos que regresaban para reforzar al equipo en la Segunda División. En un momento, el fotógrafo que me acompañaba, no recuerdo quién, se metió un par de metros dentro de la cancha para hacer algunas tomas. Desde muy lejos se escuchó un gritó imperativo e inequívoco: Pellegrini, con palabras severas pero sin groserías, ordenaba al reportero gráfico salir inmediatamente del césped. El hombre, tal como era cuando jugaba de defensa central, se hacía respetar.
Un salto en el tiempo y estamos en el Municipal de La Cisterna en 1998. Tras los dos subcampeonatos con la Universidad Católica millonaria y una salida polémica del cuadro cruzado, Pellegrini se refugió en la tranquilidad de Palestino. Era la sala de pesas, Manuel dirigía, con aire ausente, el trabajo de musculación de sus jugadores. Tras una breve charla, donde parecía estar en otra parte, el entrenador me dio a entender que este no podía ser su destino, que debía arriesgarse si quería avanzar en su carrera.
Pasaron 24 años desde esa desapacible mañana en La Cisterna. Supongo que todas las apuestas estaban en contra del hoy entrenador del Real Betis Balompié. Pocos, su círculo más cercano, tenían la esperanza de que pudiera avanzar mucho más como técnico. El descenso con la U y los subcampeonatos con la UC sumados a la campaña de un par de medios, donde se articulaba más la envidia verde y lo que antes se llamaba el “complejo de inferioridad”, tenían a Pellegrini como un entrenador de buena pinta, excelente educación formal y dicción aristocrática, pero “segundón y fracasado”. Aún hoy hay quienes se mantienen con esa visión: los hechos contundentes no han podido sacarlos de su rabiosa impostura.
Pese a ser campeón en Ecuador (Liga de Quito), Argentina (San Lorenzo y River), Inglaterra (Manchester City), de proyectar en la Champions a equipos tan improbables como Villarreal o Málaga y dirigir al Real Madrid que tuvo la mala suerte de encontrarse con el mejor Barcelona de la historia (fue subcampeón con 96 puntos y Cristiano lesionado tres meses), Pellegrini ha tenido que vivir, casi como un karma, demostrando su capacidad.
¿Cuántos entrenadores de los años ochenta hoy están, y con éxito, jugando competencias europeas? Ni siquiera el venerado Marcelo Bielsa. A Manuel Pellegrini, muchos, me incluyo, lo dábamos casi por jubilado tras la mala experiencia en el West Ham. El propio Mourinho, que lo atacó sin piedad en un momento, está dando botes en la Roma mientras que Pellegrini en el Betis pelea en la Liga, la Copa del Rey y la UEFA Europa League.
Hace un mes el diario Marca publicó un editorial pidiéndole disculpas por la manera cruel y malintencionada en que lo trataron cuando dirigía al Real Madrid. Eduardo Inda, ejemplo de mala praxis periodística que debería ser enseñado en las universidades como lo que no hay que hacer, recordó hace pocos años, muerto de la risa además, cómo se pergeñaban las portadas de Marca con el único objetivo de sacarlo del Bernabeu. Hoy la risa burlona de Inda apenas puede ser la mueca vacía de una careta de teatro. Lo peor para Don Pantuflo, como le llaman en España al periodista, es que Pellegrini, cuando le preguntaron por el incidente, no recordaba las portadas de Marca y menos al triste pistolero tras ellas.
Finalmente, hay algo que me encantaría preguntarle a Pellegrini: cómo ha sido este aprendizaje en tres décadas y media en la banca. Qué cambió desde ese joven de 36 años en el Sauzal, hasta el respetado señor de 68 años que está cerca de hacer historia con el Betis. De la selección chilena no le preguntaría: hay caminos que nunca se cruzan. Es el destino.