La Constitución como la nueva arena política
Por Catalina Salem, profesora investigadora del Centro de Justicia Constitucional, Universidad del Desarrollo
Si se tuviera que caracterizar la propuesta de nueva Constitución ya aprobada por la Convención Constitucional, podría decirse que escapa a los cánones del constitucionalismo clásico, adscribiendo al nuevo constitucionalismo latinoamericano. Mientras el primero busca limitar el poder y garantizar los derechos y libertades de las personas como mínimos democráticos, el segundo va más allá: pretende dar voz a movimientos sociales y a grupos históricamente marginados, mediante el establecimiento de principios -como la plurinacionalidad o la paridad-, de derechos sociales y colectivos, y de estatutos especiales que recogen las aspiraciones de quienes los conforman.
Detrás de esta constatación hay una pregunta de fondo: ¿Deben las constituciones políticas desempeñar la función de regular detalladamente, favoreciendo a determinados grupos sociales?
Una primera aproximación a esta interrogante podría ser que, dado que estos grupos, por su condición de minoría, se encuentran excluidos de los mecanismos ordinarios de participación democrática, merecen ser puestos por sobre ella, a fin de que las mayorías no puedan ignorar sus demandas y aspiraciones particulares. Sin embargo, esta afirmación es excesiva.
En efecto, en una democracia constitucional las mayorías siempre tienen como límites los derechos humanos, lo que constituye una garantía para quienes son minoría. Pero esos derechos son universales, no particulares, predicables a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad política. Al regular la Constitución detalladamente a determinados grupos sociales y favorecerlos, se les sustrae de la política, que es la encargada de particularizar, en un momento histórico determinado, las exigencias concretas que impone cada uno de los derechos fundamentales.
Lo anterior es, además, problemático. Primero, porque la Constitución pierde su calidad de árbitro para encauzar las legítimas disputas ideológicas, y modera el debate proscribiendo su extensión a determinados proyectos ideológicos, que incluso pugnan abiertamente con otros que legítimamente coexisten en una misma sociedad. Y, segundo, porque la democracia supone la posibilidad de que la minoría alcance en algún momento el poder. Y si así sucede, ¿habrá algún espacio para el debate democrático? En este último caso, el texto de la Constitución podría pasar a confundirse con un determinado programa político, irradiando una adherencia totalizante.
Todo lo dicho conduce a una consecuencia ineludible: la Constitución pasa a ser la nueva arena política, es decir, la plataforma de lucha entre los distintos grupos que quieren implementar su proyecto político desde la supremacía normativa, con el objeto de hacerlo intocable, indiscutible. Así, el objetivo ya no es crear “trampas” para el adversario político, sino que construir una fortaleza de hierro que le resulte inexpugnable.
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