La Constitución como piñata: franja electoral y populismo constituyente
Por Rodrigo Poyanco, académico e investigador de la Facultad de Derecho U. Finis Terrae; doctor en Derecho por la U. Santiago de Compostela
Salud o pensiones garantizadas. Equidad territorial o ambiental. Derecho al agua, a un medio ambiente libre de contaminación y, aún, a barrios sin basura. Aparición fulgurante en pantalla de legisladores y candidatos presidenciales y municipales. Proclamación de evocadores eslóganes cuya fuerza emotiva solo se ve igualada por su impropiedad en un proceso constituyente: “Defender la Tierra”, “equidad”, autonomía”, “cambiar Chile”, “una Constitución como la casa común”, “un Chile más digno (o justo)”; y —mi preferida— “defender el planeta”. Esto ha sido la franja electoral hasta ahora: una verdadera catarata de rostros, colores, canciones y promesas, que sobreexigen cada píxel de nuestras modernas pantallas casi hasta su límite.
Sin embargo, una Constitución no es, en primer lugar, un listado de ofertas y promesas de bienestar material o espiritual. Aunque nada obsta a que una Constitución Política se refiera a cuestiones de esa índole —por eso, algunas de ellas ya están en la actual Carta Fundamental—, su función esencial, y lo que justifica su existencia como norma jurídica específica, es limitar los abusos del poder estatal, y prevenir que bajo cualquier pretexto —incluyendo, por cierto, el de lograr la “justicia social”, eterna excusa de las más diversas tiranías—, un líder, un político o un partido sumerjan a un país en una dictadura o, incluso, en un sistema totalitario. Los millones de muertos causados por el comunismo, el nazismo y las dictaduras latinoamericanas pasadas y actuales, son vivos ejemplos de lo que sucede cuando fracasa el constitucionalismo.
Por eso, el problema de la franja no son las reivindicaciones en sí, sino su pertinencia en un proceso constituyente. La satisfacción de esas demandas y reivindicaciones, como es reconocido en casi todas las constituciones políticas del Occidente civilizado —incluso en aquellas que reconocen derechos sociales—, corresponde realmente a las autoridades representativas elegidas a través del proceso político democrático. De ahí que la calidad de los profesionales de la política resulte mucho más determinante para la obtención de buenas políticas sociales, que la letra de una Carta Fundamental; y de ahí también, la independencia entre lo que dice una Constitución y la realidad económico-social de un determinado país.
Los ejemplos extremos son Alemania, país cuya Constitución Política carece de derechos sociales y cuenta con uno de los más prestigiosos estados sociales de Europa; y México, un país que cuenta con la Constitución de estado social más antigua del mundo (más de 100 años) y que, sin embargo, tenía antes de la pandemia a un 40% de su población en la pobreza y un 12% en la miseria más absoluta. La vía más directa para satisfacer adecuadamente aquellas necesidades —si se nos permite la simplificación—, por tanto, no es una “mejor” Constitución, sino un “mejor Parlamento”.
Nuestra actual Constitución es una de aquellas cartas fundamentales pensada, específicamente, para proteger a la población de ideologías colectivistas y totalitarias, defendiendo férreamente los derechos y libertades de las personas, y la autonomía de la sociedad frente al Estado. Su texto no deniega las principales demandas que están detrás de este proceso constituyente, sino que delega la responsabilidad en su satisfacción al aparato político, gran responsable, para bien y para mal, de todo lo sucedido en las últimas tres décadas en Chile. Aquella es también la lógica detrás del principio de subsidiariedad, tan criticado como incomprendido: su objetivo no es impedir las políticas sociales financiadas con recursos públicos —como lo ha evidenciado, de forma aplastante, el gasto fiscal con motivo de la pandemia y la, hasta ahora, exitosa política de vacunación masiva—, sino el monopolio de lo social por parte del Estado, atendida la tendencia estatista de los políticos chilenos de todos los colores.
En esas condiciones, la creación de una nueva Constitución —que no puede representar, por sí misma, una solución a las demandas sociales que supuestamente la motivan—, sí puede, en cambio, debilitar las barreras que la actual Carta Fundamental opone a las ambiciones de algunos sectores políticos y académicos, que no ocultan su deseo de “tener las manos más libres” para gobernar, o que ven en el íter constituyente la oportunidad de cobrarse su revancha contra el sistema y la sociedad; y que son precisamente los que han presentado este proceso como el “Nirvana” constitucional: un verdadero bar abierto para toda clase de reivindicaciones sociales (cosa esperable: para que una trampa de ratones funcione, el queso debe ser gratis).
Si esta situación no se enmienda ni clarifica ahora, la futura Constitución amenazará convertirse en una ineficaz piñata henchida de promesas sociales de toda clase, pero incapaz de controlar los verdaderos peligros que acechan nuestra libertad política, ya implícitos en el origen de este proceso. Un papel, en suma, que hará que en comparación, la actual Carta Fundamental parezca un verdadero monumento al Derecho.
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