La Convención Constitucional y los conflictos políticos en la historia de Chile

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Por Sebastián Hurtado, profesor Instituto de Historia, Universidad San Sebastián

Virtualmente todos los quiebres políticos en la historia de Chile han resultado de una controversia original sobre principios de orden constitucional y, más específicamente, el ejercicio de las atribuciones de los distintos poderes y actores del sistema político. La Junta de Gobierno que se estableció el 18 de septiembre de 1810 y que abrió el proceso de independencia de Chile fue la respuesta criolla a lo que se percibió como una indebida arrogación de atribuciones sobre las colonias americanas de instituciones establecidas en España como reacción a la crisis de la monarquía. La Guerra Civil de 1829-1830, que finalizó con el triunfo de las fuerzas conservadoras y abrió el camino a una institucionalización autoritaria bajo la Constitución de 1833, estalló tras la controversia entre pelucones y pipiolos por la legalidad de la elección del vicepresidente de la República. La Guerra Civil de 1891 fue la culminación sangrienta de una disputa política de varios años sobre las atribuciones del presidente y el Congreso. El movimiento militar de 1924, la redacción y promulgación de una nueva constitución en 1925 y la dictadura de Carlos Ibáñez entre 1927 y 1931 resultaron de una crisis de legitimidad del sistema político basado en el predominio parlamentario que se consolidó tras el conflicto de 1891. El golpe militar de 1973 sucedió a una confrontación que enfrentaba al Poder Judicial y a la mayoría dominante en el Poder Legislativo contra el Poder Ejecutivo, al que se acusó de actuar deliberadamente fuera de la constitucionalidad.

Los problemas del orden político no surgen de una realidad contenida exclusivamente en él. Por lo mismo, deben entenderse como expresiones de conflictos sociales, culturales o ideológicos cuyos orígenes no están necesariamente en las instituciones políticas. En cualquier caso, en Chile, las discusiones sobre funcionamiento, atribuciones y legitimidad de las instituciones políticas han sido las manifestaciones más emblemáticas de las fracturas latentes en los órdenes social, cultural e ideológico. En los casos en que esa discusión ha alcanzado niveles de polarización extrema, como los que se insinúan a través de la actitud de ciertos actores políticos en estos días, los quiebres han conducido a cambios duraderos, en distintos sentidos. Lo que es común a todos estos momentos de quiebre en la historia de Chile es que los conflictos políticos derivaron en rupturas institucionales traumáticas, que alteraron más o menos sustancialmente los términos de la convivencia social y, en varias ocasiones, resultaron en conflagraciones o represión estatal, implacable y con pocas limitaciones, al servicio del proyecto político impuesto por las fuerzas triunfantes.

La situación contingente de la política chilena es inestable y el curso que seguirán los acontecimientos es indeterminado e impredecible. Sin embargo, en la medida en que los términos del conflicto político actual están definidos por un sistema republicano que, a pesar de las rupturas mencionadas anteriormente, ha tenido una continuidad institucional y conceptual discernible, no parece descabellado sugerir que la creciente polarización observable entre los actores del sistema político puede conducir a una situación de ruptura análoga a la de momentos anteriores de la historia de Chile.

Desde octubre de 2019, la legitimidad de las instituciones y de la constitución vigente ha sido puesta en tela de juicio permanente, al punto de que la crítica radical, en algunas ocasiones reflexiva, en otras más bien visceral, se ha convertido en una especie de sentido común transversal. La polarización en este plano no ha adquirido su peor expresión posible, principalmente porque la legitimidad simbólica del funcionamiento reciente de las instituciones de la República no ha contado con defensores radicales ni elocuentes. La idea de la necesidad imperativa de un cambio constitucional recibió el apoyo robusto de una mayoría ciudadana clara y, consecuentemente, el camino hacia ese cambio se ha construido sin mayores conflictos institucionales. Hasta ahora.

El funcionamiento de la Convención Constituyente bien podría conducir a un conflicto sobre atribuciones y legitimidad de las instituciones y poderes de características similares a los otros momentos de quiebre en la historia política de Chile. Algunos miembros electos de la Convención, representantes de la sensibilidad más abiertamente crítica de la legitimidad de las instituciones vigentes, han expresado explícitamente su intención de actuar más allá del mandato establecido por la reforma constitucional que habilitó el proceso constituyente. Otros actores políticos, también representantes de las persuasiones ideológicas más críticas del sistema institucional, han calificado como ilegítimo el acuerdo político primordial que ha dado estructura al proceso constituyente, lo cual abriría la puerta a cambios en su marco normativo original.

Es posible que estas expresiones no pasen de ser declaraciones de intenciones y en último término no alteren la hoja de ruta institucional ya trazada. No obstante, es posible también que estas actitudes se materialicen en acciones que desborden los parámetros de la institucionalidad actual, haciendo entrar en conflicto visiones de legitimidad sobre los medios para la consumación del cambio constitucional y, en el peor escenario, produciendo confrontaciones concretas sobre atribuciones entre las instituciones más importantes del sistema (la presidencia, el Congreso, el Poder Judicial y la Convención Constituyente). En caso de que se llegue a esto último, es factible —aunque no inevitable— que el conflicto se resuelva con un quiebre de características análogas a los ocurridos en Chile en 1810, 1829, 1891, 1924 y 1973, más aún en virtud de la prominencia de la fractura social que subyace al ambiente actual.

La conciencia de esta posibilidad de conflicto, tal vez inherente a un sistema político democrático como el chileno, puede no bastar para evitarlo, sobre todo porque algunas sensibilidades ideológicas asumen que el conflicto es inevitable para el cambio que ellas promueven. Sin embargo, esta conciencia puede ilustrar sobre caminos posibles para el futuro que se abre desde nuestra situación actual, aclarar los costos que los quiebres tradicionalmente imponen y, consecuentemente, informar las actitudes y las decisiones adoptadas por quienes ejercen roles oficiales en las instituciones políticas del país.

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