La Convención de Babel
Por Josefina Araos, investigadora IES
Luego de las elecciones de mayo se enfatizó el valor de una convención tan heterogénea en las trayectorias y orígenes sociales de sus miembros. Mirarla, dijo Daniel Matamala en este diario, es volver a ver un arcoíris como aquel que a inicios de los 90 buscó restablecer el lazo entre política y sociedad. Si en ese entonces fue la transversalidad política la que facilitó la reconstrucción de ese vínculo, la esperanza es que ahora lo hagan el recambio y la diversidad social. La afirmación tiene mucho de verdad: como muchos han señalado, pocas veces en la historia nacional una instancia superior del Estado fue tan semejante, en su composición, al Chile real. Y en ese dato reside parte importante de las expectativas puestas sobre el proceso. Que esa semejanza y novedad inéditas ayuden a rehabilitar la deteriorada función mediadora de nuestra democracia.
Sin embargo, las declaraciones de varios convencionales en el último tiempo revelan que estos atributos no aseguran a priori el éxito del proceso. Por el momento, los énfasis parecen puestos en enarbolar eslóganes fáciles (“poner fin al modelo neoliberal”), en imponer banderas propias antes de iniciar funciones (que el presidente de la convención sea de tal o cual identidad), o en establecer condiciones para un proceso que tiene otros fines (liberar a los “presos de la revuelta”). Así, aunque en el discurso buscan distanciarse de las lógicas del “poder constituido”, en la práctica parecen reproducirlo: polarización y bloqueo vuelven rápidamente por sus fueros. Justamente las dinámicas que, según muestran varios estudios, las personas esperan ver erradicadas de la política. Tal vez este no sea el ánimo mayoritario de la convención, pero suele ser el que tiene más eco. Y tensiona, de paso, una instancia tan fundamental como frágil para superar nuestra crisis, que corre el riesgo de volverse ocasión de mera revancha.
A ratos, pareciera que algunos -justamente los que encarnan esa diversidad y renovación- asumen, por esas mismas características, que su representatividad está garantizada. Que esa composición, por defecto, asegura una mediación que solo debe preocuparse de canalizar demandas que, en el trabajo territorial, ya han sido identificadas (por lo demás, muy inicialmente). Y que son las que la política desconectada y elitizada contra la que estalló nuestra sociedad habría dejado de conocer y procesar. Se sienten, así, liberados de la tarea de articular esa multiplicidad inorgánica de demandas -que están lejos de sintetizarse en la exigencia del fin al neoliberalismo- en acuerdos comunes que serán construidos por medio del diálogo. Es como si hubieran decidido que la tarea deliberativa de la convención ya está terminada, realizada de antemano, y solo hay que ir a exigir las condiciones para que las agendas particulares se traduzcan en un texto que ni siquiera han empezado a conversar.
La composición de nuestra convención es, por cierto, un activo potencialmente legitimador de nuestra representación. Pero ello solo se mantendrá en el tiempo si desde ahí puede abrirse un diálogo que ayude a que ese Chile real, diverso, pero fragmentado, se encuentre en un nuevo marco común donde todos se sientan parte. Eso no lo asegura el origen ni la independencia -tampoco un determinado sector político-, sino una deliberación donde los intereses de unos y otros se vinculan en un proyecto colectivo de largo plazo, que restituya las bases de una convivencia rota.
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