La eterna pugna por las invariabilidades
Por Gonzalo Martner, economista y profesor titular de la Universidad de Santiago
Un ex presidente de la CPC propuso un estatuto que otorgue invariabilidad de las reglas tributarias, laborales y ambientales a las inversiones “hasta un plazo razonable”. Rondan sus temores a la discusión constitucional. Se apunta a la experiencia del DL 600 para la inversión extranjera establecido en 1974, en momentos de gran aislamiento de una dictadura que violaba los derechos humanos, estatuto que debió derogarse mucho antes de 2015. La prueba: desde entonces se han concretado muy significativas inversiones extranjeras. Ocurre que los inversores internacionales saben que el mundo funciona con reglas del juego que no son inamovibles, porque existe algo que se llama la sociedad, la que suele, con toda legitimidad, modificarlas en función de sus intereses y preferencias.
Convengamos que quien tiene una posición de privilegio suele pugnar por su “invariabilidad”, lo que en Chile se verbaliza sin ruborizarse como “mantener las reglas del juego para que la economía prospere”. Y hay quienes buscan para eso el control del Estado, y no siempre por medios legítimos. Convengamos, también, que a un asalariado le encantaría un estatuto especial “hasta un plazo razonable” que lo mantenga inamovible en su trabajo, igual que a un funcionario le encantaría que su estatuto no contemplara calificación alguna que condujera a su salida (de eso algo sé: tuve que batallar en 1990 como encargado del tema en el gobierno contra todo el mundo para establecer las calificaciones, incluso contra los que defendían que hasta diciembre de 1989 bastara la firma del ministro del Interior para sacar a un funcionario).
El resultado de la proliferación de estatutos especiales para defender una posición al margen del interés general sería una economía burocratizada, inflexible, sin dinamismo. Piénsese en la necesidad de adaptación de las empresas a una economía internacional cambiante, a la robotización y uso intensivo de inteligencia artificial, a una relación salario/ganancia sin sobreutilidades rentistas y a una mayor competencia, lo que va a requerir nuevas reglas. No sabemos exactamente cuáles van a ser esas reglas. Tampoco sabemos cuál va a ser el precio del cobre o del petróleo o del dólar mañana en la mañana o en diez años. La gracia de los mercados es precisamente su capacidad de adaptación a circunstancias cambiantes, con necesarias regulaciones laborales, territoriales, sanitarias y ambientales que hagan compatible la actividad de la empresa con la sociedad. Y con impuestos que permitan financiar los bienes públicos sin los cuales no habrá infraestructuras ni personas capacitadas y sanas para trabajar en las empresas.
Si la función empresarial privada tiene alguna justificación, es porque los innovadores asumen riesgos, y son remunerados por ello. Si solo hay empresarios rentistas que plantean que para invertir el Estado debe garantizarles sus utilidades mediante la ausencia de modificación de normas, entonces la legitimidad de esa función se disipa. Y su lugar, dicho sea de paso, lo podrían tomar todavía más inversores extranjeros.
Lo que ocurrirá es que surgirán nuevas reglas distributivas y regulatorias, como que los impuestos sean progresivos, las tarifas públicas no permitan sobreutilidades y existan sindicatos con poder, lo que no llevará a ningún colapso, como se observa en economías mixtas reguladas como las nórdicas o varias europeo-occidentales, o bien Uruguay. A los que hoy gozan de privilegios no les va a gustar. Pero existen muchos emprendedores capaces de adaptarse a reglas que hagan viable una nueva convivencia social. Lo que no se observa es a nadie proponiendo colapsar a las empresas, por lo que éstas no requieren de ningún estatuto especial. Lo que necesitan es un gobierno que genere horizontes de inversión, aumente la demanda agregada, amplíe la inversión pública y diversifique la economía.
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