La historia importa

El funeral del tercer fallecido por Covid-19 se realizó ayer, en Concepción, bajo estrictas medidas de seguridad. Foto: Maribel Forbnerod


Atañe siempre y hasta más en situaciones dramáticas como las actuales, aunque no provea consuelo (la religión desempeña mejor ese papel). Ofrece a cambio perspectiva, distancia, a costa, eso sí, de pathos. Examine la historia de Europa entre 1348 y 1648, en que plagas azotaron sin clemencia, y verá que aun cuando siguiesen latente durante tres siglos, lo que historiadores registran y destacan es que el mundo no claudicara ni se viniera abajo. Las pestes son mencionadas, pero menos de lo que uno supondría, y sin ahondar tanto en el morbo. No por falta de compasión sino porque priman el querer ensalzar la humanidad, el haber sobrevivido, todo aquello que se aprendió, y las muestras de coraje ante situaciones límites -el saldo, digamos, a favor.

“Descartes debió haber escrito: Sufro, luego existo”. El epigrama de Paul Valéry da en el clavo. Sumando y restando, la existencia se impone. Quien no sufra, puede que vegete, e igual muera, su alcance histórico siendo igual de nulo. Lo que a la historia impresiona, por tanto, es la humanidad como hazaña persistente, ese algo más que naturaleza vegetativa condenada a morir (fatalidad inevitable), y subrayar su continuidad vital, incluyendo el sufrimiento que, por lo demás, se hace escoltar de resistencias admirables.

La historia está a sus anchas, por ejemplo, cuando registra ese asombroso capítulo de la historia moderna, la virología, que va de Leeuwenhoek y el descubrimiento de un universo invisible microscópico, a Koch, pasando por Spallanzani y Pasteur, llegando a Salk y otros (más que detallando la danza macabra de la Peste Negra). O deteniéndose en Paracelso, asombrado de que Dios, cuando puso en orden el Universo, asignara un remedio para cada desorden. Creencia estimulante, no solo por su carga religiosa. Refuerza ese otro hito -el antiguo juramento hipocrático- con que médicos consagran su noble labor, y gracias al cual cada paciente (difícil concebir un mejor término) confía su vida a quien humanamente lo asiste. Frente a tales logros civilizatorios es comprensible que los historiadores atribuyan un mayor peso a la buena fortuna que al infortunio.

¿Qué es lo histórico entonces? El asombro, la experiencia y el conocimiento posterior. Por eso le es afín la metáfora y el consejo de Marco Aurelio: “Sé fuerte como las rocas que las olas del mar no dejan de golpear” (Meditaciones, IV, 49). La historia es ese ir y venir del mar, a la vez que la contemplación con que apreciamos a la humanidad soportando la carga. Tiene mucho de apreciación estoica. No en vano este oficio, pretenciosamente exacto en manos de archiveros, se muestra óptimo cuando acentúa su humanismo. Cuando nos recuerda que ha habido otros antes que se la han podido contra la adversidad, y recalca que es nuestro deber situarnos a la altura de dicho pasado.

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