La ideología de género
Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto de Derecho Público, Universidad Austral de Chile
La etiqueta “ideología de género” surgió como un contra-discurso, sedimentado en la doctrina oficial de la Iglesia Católica, que denunciaba que la agenda feminista y el reconocimiento de derechos a la comunidad LGBT amenazan la diferencia sexual, entendida no como la dualidad anatómica de hombres y mujeres, sino como base de la (supuesta) complementariedad de roles entre unos y otras; y, por extensión, piedra angular de la familia. Así, desde los 90, el uso de esta etiqueta, más que describir lo que hacen en realidad los estudios de género se ha transformado en el fermento de una movilización política cuyo objeto es desmantelar las normas jurídicas (constitucionales, legales e internacionales) y las políticas públicas vigentes que, en lugar de tolerar y justificar las discriminaciones fundadas en el sexo, la orientación sexual o la identidad de género, las reputan contrarias a los derechos humanos.
El contra-discurso de la “ideología de género” -hay que reconocerlo- ha sido altamente movilizador. Ha logrado resucitar un conservadurismo cuya hegemonía se creía extinguida, dotándole de nuevos ropajes y estrategias. También ha hecho emerger nuevos actores políticos (como las iglesias evangélicas), cuya fuerza y disciplina los ha transformado en piezas decisivas de cualquier proceso electoral. Este contra-discurso, ya sea que se presente como una diatriba o bajo la égida del pluralismo (del grupo que habla no del que es denostado), se mueve entre dos coordenadas entrecruzadas: la demonización de ciertos grupos (feministas, gays, personas trans etc.), los cuales son señalados como amenazas del orden natural; y la justificación, directa u oblicua, de la necesidad de un régimen autoritario para preservar ese orden. El gran retroceso de la agenda de género en Brasil, durante el período de Bolsonaro, atestigua el estrecho vínculo entre los fines perseguidos por quienes fraternizan alrededor del uso de esta etiqueta y las prácticas autoritarias.
Por eso, el (ab)uso que un par de diputados (Urruticoechea y Jürgensen) hicieran de las facultades que la democracia chilena les ha conferido para solicitar información relativa a la individualización de quienes participan en programas sobre (“ideología”) de género en universidades estatales; y sobre el costo y destino de las terapias hormonales e intervenciones de cambio de sexo, no debe ser vista como un simple desliz de forma o como parte del anecdotario político nacional. Es, en cambio, un peligro para democracias genuinamente comprometidas con la igualdad. Creer que solo los discursos vociferantes, al estilo Trump, son los únicos capaces de frenar transformaciones sociales valiosas es un error común que se puede pagar muy caro. De hecho, esta es una razón adicional para apoyar la producción de conocimiento sobre esta materia. Han sido los estudios de género los primeros que han advertido e intentado explicar cómo los discursos conservadores se vienen adaptando a estos nuevos tiempos.