La majestad del plano
Muy audaz desde el punto de vista narrativo, porque Roma no tiene una trama de grandes dilemas dramáticos ni tampoco de muchas revelaciones, el nuevo trabajo de Alfonso Cuarón tiene mucho de proeza en términos expresivos. He aquí un cineasta que es un maniático de las formas y que ha puesto al servicio de la memoria emocional de sus días de infancia, en un barrio de Ciudad México, un rescate grandioso, casi épico en su inspiración, del plano secuencia. Esta dimensión de la cinta no es menor y no hay que ser necesariamente un cinéfilo de patio para apreciarla. Roma es una cinta de tomas largas y abiertas, de planos generales generosos donde a menudo coinciden dos o tres situaciones simultáneas y donde el público con déficit atencional podría incluso llegar a desorientarse.
Hubo un momento, por ahí por los años 60, en que el plano secuencia fue la opción de muchas películas. Hablamos de esos planos que capturan distintos ángulos y que van de un punto de atención a otro sin cortes intermedios. Fue un momento corto. Después la cosa cambió porque se dijo que la televisión, que entonces era el destino final de las películas, no se avenía con los planos generales con la misma facilidad que con los primeros planos o los planos de detalles. Entonces se anduvo perdiendo el concepto de "puesta en escena", el cine se llenó de tomas cortas, los montajistas se volvieron los reyes de la fiesta y los espectadores aprendimos a recomponer la realidad a partir de los fragmentos que las películas buenamente nos entregaban.
Es una tremenda ironía que el mismo soporte digital que metió al cine en un callejón estrecho le ofrezca ahora, de la mano de Cuarón, horizontes visuales ampliados, imponentes y tremendamente liberadores. La majestad del plano secuencia es incontestable y está asociada a que transmite una sensación de realidad más intensa por dos grandes razones: respeta mejor la continuidad del espacio y captura también mejor la noción de tiempo. Roma tiene varias secuencias memorables a este respecto: el encuentro de la protagonista con el novio que la dejó embarazada, en una cancha donde una multitud de jóvenes se entrena en artes marciales, el momento del parto, la escena del rescate de los niños en la playa… Son pasajes gloriosos.
Lo que son las cosas. Setenta años después de que André Bazin, el mejor crítico del siglo XX, elogiara el plano secuencia en un artículo histórico como el gran tributo del séptimo arte al realismo cinematográfico, quien ahora lo rescata es un cineasta mexicano que triunfó en la industria internacional y lo hace en una película que casi toda la audiencia está viendo no en las salas de cine sino en el televisor de su casa. Increíble: tú nos lo quistaste, tú nos lo devuelves.
También es una anomalía que en este caso el "realismo" tribute antes a la memoria -memoria en blanco y negro, como corresponde a un cinéfilo consumado- que a la realidad pura y dura. Roma es la gran fiesta de la subjetividad y la evocación. Habla de un país que se fue, de una familia que cambió, de una ciudad que ya no existe, de unos momentos imposibles de recuperar. Pero que dejaron en este realizador rastros de vida, de experiencia, de emoción, de humanidad, sin los cuales esta película, con toda su impresionante mochila de logros expresivos y de alardes tecnológicos, no sería absolutamente nada. Si se trata de una gran película, bueno, es porque ambas dimensiones se funden en una experiencia notable. No sé si de antología. Pero sí muy distinta.
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