La necesaria subordinación de los cuerpos armados al poder civil democrático

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El exgeneral director de Carabineros, Hermes Soto, en una actividad en Cerrillos.


El presidente Sebastián Piñera ha hecho bien en anunciar el 26 de diciembre, como conclusión de la crisis policial reciente, que va "a enviar una reforma constitucional para terminar con ese mecanismo (de destitución)", pues cree "que los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y el general Director de Carabineros tienen que estar subordinados al poder civil y cuando el Presidente les pide la renuncia tienen que renunciar en el acto". Al descubrirse poco a poco la magnitud del engaño policial en el asesinato de Marcelo Catrillanca, y la incitación a la obstrucción de la verdad por elementos de la jerarquía policial, resultó inevitable ir de destitución en destitución hasta llegar al general director de Carabineros. Cuando Hermes Soto y varios de sus generales se insubordinaron en días pasados, también había actuado correctamente el gobierno al sacarlos rápidamente para nombrar a un oficial de su confianza y así reafirmar el poder civil. Por ello la petición de renuncia al ministro del Interior, tal vez justificada por el principio general de la responsabilidad política, sería en este caso de alguna manera un premio a la insubordinación y a la tesis de la independencia de los poderes públicos armados que algunos todavía defienden, sin perjuicio de la necesaria crítica política al ministro Chadwick, en especial por ser uno de los que ha estado en el origen del problema institucional que se evidenció en estos días y por su manejo reciente de la represión en la Araucanía.

Había sido un error del presidente Sebastián Piñera y de su ministro alentar expectativas al nombrar a Hermes Soto y prometer una reestructuración de Carabineros sin ir a la raíz de los problemas, como transformar la relación con los ciudadanos y la sociedad organizada en cada territorio para combatir el delito, junto a la formación cívica del personal, el control civil de la función policial y transparentar y supervigilar el gasto y la administración para evitar abusos. Cabía desde el principio enfrentar la cultura del engaño a las autoridades y al poder judicial, del que Carabineros es un órgano auxiliar, sobre todo después de la llamada Operación Huracán, que llevó a la falsificación de pruebas a un extremo, logrando la cobertura para una supuesta operación de inteligencia por parte del ministerio del Interior del anterior gobierno.

Lo peor por parte del nuevo gobierno fue terminar de encargar al GOPE y las Fuerzas Especiales un recrudecimiento ciego de la represión en La Araucanía. El resultado más reciente fue el asesinato por la espalda de un inocente y el intento posterior de esconder los hechos con chapuzas sucesivas. Se había creado un clima de "mano dura" para contentar a un grupo de propietarios de tierras pertenecientes en origen a comunidades mapuches, exasperados por los ataques a sus bienes y en algunos casos dramáticamente a personas con fatales consecuencias, lo que merece la reprobación de todos. Pero esto se tradujo en un ineficaz acompañamiento del espíritu castigador y discriminador de la primitiva neoderecha que ha reemergido en el país. Se ha afirmado en el gobierno la idea de no perder votos en el mundo más conservador y hacerlo a través de respuestas autoritarias frente a cada desafío que plantea la sociedad.

No olvidemos, además, el trasfondo institucional: se pagan hoy las consecuencias de la norma de permanencia y destitución de los jefes militares y de orden establecida en 2005, que da espacio a estos intentos de desacato al poder civil democrático. El gobierno de la época la aceptó porque devolvía, aunque imperfectamente, la subordinación de los órganos armados del Estado a la autoridad presidencial democrática. No olvidemos que el presidente Ricardo Lagos tuvo que lidiar, exitosamente a la postre pero en medio de múltiples tensiones perfectamente injustificadas, con la destitución de dos comandantes en jefe sin tener la autoridad formal para hacerlo. En la actual crisis, la norma absurda de informar al parlamento antes de perfeccionar administrativamente la destitución de los mandos, se da vuelta contra los que la impusieron en el Senado: los hoy ministros Chadwick, Larraín y Espina, entre otros. Su motivación en la época, que es de esperar ya no exista, fue mantener la ilusión de la inamovilidad y sobre todo dar espacio a la independencia y, en su caso, a la desobediencia militar frente a quien resulte elegido/a por los ciudadanos/as para conducir el Estado y que pudiera resultarle molesto a sus intereses. Hay todavía dando vueltas elementos de la tradición política de la derecha oligárquica, la que propició los golpes y la insubordinacion militar no una sino muchas veces en la historia, y de manera grave contra Freire, Balmaceda, A. Alessandri y Allende.

Lo que está detrás es una concepción instrumental de la democracia, en nombre de una libertad que es para las oligarquías tradicionales esencialmente la que otorga el poder de apropiarse de la parte del león del excedente económico. Muchos de sus representantes no aceptan que los problemas de la democracia se aborden con métodos democráticos y piensan que las explotaciones y discriminaciones forman parte de una suerte de orden natural, en el que ellos están en la cima, o consideran que deben estarlo por algún designio divino. A la vez, sus partidarios (o subordinados) plebeyos aspiran a acompañarlos en el olimpo de la jerarquía social, o al menos a ser tomados en cuenta en la sociedad desigual y patriarcal  que defienden. Por eso prefirieron, entre otros hechos históricos cruciales, la ruptura violenta en 1973 en vez del plebiscito que sería convocado por el presidente Salvador Allende y la represión violenta y prolongada contra la izquierda y contra quienes aspiran a una sociedad progresista, democrática e igualitaria.

Parte de la izquierda también tuvo en los años sesenta una visión instrumental de la democracia, en nombre de la urgente emancipación de la clase trabajadora y de los pobres del campo y la ciudad, la que debía realizarse contra viento y marea. Pero este mundo hizo una autocrítica radical hace décadas, después de intensos debates,  al asumir lo ya planteado por Eugenio González en la década de los años cuarenta y más tarde por el allendismo, en el sentido que el Estado democrático de derecho termina siendo una protección fundamental para la mayoría social frente a las oligarquías. Desde entonces la izquierda mantiene una invariable conducta que concibe a la democracia, en palabras de Jorge Arrate, como espacio y límite de su acción política. Incluso los ex estalinistas del PC han reiterado que en Chile su accionar es exclusivamente democrático, y así lo demuestra su práctica, aunque sus adhesiones internacionales dejen que desear.

La lección democrática para la reforma constitucional en la materia o, mejor aún, una nueva Constitución generada participativamente, es que la información al Congreso, al que le cabe un rol deliberativo como representación de los ciudadanos, debe ser posterior y no previa a la completa tramitación de la destitución de los comandantes en jefe o generales directores. Los cuerpos armados estatales deben subordinarse efectivamente a la autoridad política democrática, sin autonomía alguna de decisión incluso en materias operativas y  presupuestarias (Carabineros ha realizado el mayor desfalco al Estado en la historia de Chile, solo comparable a los de Pinochet y la Dina). Nunca debe permitirse cualquier trato arbitrario a los ciudadanos ni el uso de la fuerza por cuenta propia de los órganos públicos armados, y menos para asesinar a nadie (no existe ya en Chile la pena de muerte) o subvertir el orden legal y constitucional. El uso de la fuerza debe ser siempre proporcional a la amenaza y controlado por la autoridad civil y judicial. El incumplimiento de las normas de uso de los recursos públicos o de uso de la fuerza, así como la omisión de información y la mentira a la autoridad, deben ser sancionados severamente y sus responsables separados de inmediato de las filas.

Esas deben ser las condiciones de ingreso y permanencia en las Fuerzas Armadas y de Orden, para que nadie se equivoque. De otro modo entraríamos irremediablemente en la trayectoria de los Estados cleptómanos y violentos, a la que nos empezó a encaminar el régimen dictatorial de 1973-1989 y de la que tanto nos ha costado salir progresivamente, con avances y retrocesos. Hoy nos encontramos en un nuevo punto de inflexión de alcances históricos, en el que los actores políticos y sociales deben estar a la altura del desafío, incluyendo el respeto y consideración debida a la inmensa mayoría de uniformados probos que dedican su vida al servicio de los demás.

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