¿La pandemia de los técnicos?
¿Por qué debiéramos tomar una sana distancia del consejo de los expertos? Primero, no debe olvidarse que los resultados científicos a los que se alude en la discusión pública rara vez entregan un mensaje unívoco.
Se ha instalado en la discusión pública la siguiente idea: mientras la crisis política y social de octubre exigía habilidades políticas contundentes, la pandemia que ahora azota al mundo entero ha otorgado un papel preponderante a los expertos. Sin embargo, este argumento parece ignorar que el conocimiento técnico es condición necesaria, pero no suficiente, para sortear una crisis de esta naturaleza. De hecho, un aspecto destacable del mensaje presidencial del domingo pasado fue el reconocimiento parcial de esto último. Sebastián Piñera fue explícito en reconocer que sabemos poco sobre la pandemia, que estamos recién aprendiendo sobre el mejor modo de responder a ella, y que las virtudes tanto de ciudadanos como de gobernantes son más necesarias que nunca.
No se trata, evidentemente, de ignorar el conocimiento experto, sino más bien de reconocer qué tipo de decisiones podemos dejar en manos de los técnicos y qué tipo de decisiones exceden ese plano. Y esto aplica a todos los involucrados: al gobierno, a quienes critican al ejecutivo por no hacer lo suficiente, y también a quienes se muestran escépticos sobre la efectividad de las medidas tomadas hasta ahora.
Pero, ¿por qué debiéramos tomar una sana distancia del consejo de los expertos? Primero, no debe olvidarse que los resultados científicos a los que se alude en la discusión pública rara vez entregan un mensaje unívoco. Aunque nos cueste aceptarlo, el mero hecho de buscar información científica en Google nos obliga a aceptar un primer filtro: el que los creadores de su algoritmo han diseñado para intentar predecir nuestras decisiones de compra. Mucho más difícil, sin embargo, es navegar entre opiniones científicas divergentes. ¿Quiere usted saber si los niños menores de 10 años son portadores de SARS-CoV-2? Científicos alemanes le dirán que hay evidencia que sugiere que no (¡cómo nos cambiaría la vida!). Un equipo de investigadores franceses le dirá que los experimentos de los alemanes están mal diseñados. Y es que el disenso es propio de las ciencias empíricas. Una explicación científica sólo es aceptada como plausible en la medida en que sea posible refutarla (“falsearla” en jerga técnica).
Además, no es menos cierto que la ciencia tiene sus propios sesgos. Mal que mal, los científicos son seres humanos, no ángeles. Dichos sesgos no derivan necesariamente de mundanos conflictos de interés (aunque la historia nos enseña que ello no puede descartarse). Más relevante es que en ocasiones es muy difícil para un científico salirse de los cánones establecidos, y no es necesario haber leído a Kuhn o Lakatos para percibir esto. Si bien lo anterior no presenta grandes problemas en áreas del saber donde contamos con siglos de investigación, las cosas cambian cuando nos enfrentamos a algo relativamente desconocido; y qué duda cabe que el virus SARS-CoV-2 ha sorprendido a la comunidad científica de varios modos. Ante un fenómeno nuevo, pensar “fuera de la caja” se vuelve más necesario que nunca, aunque la presión por obtener resultados rápidos lo haga más arduo.
Pero los problemas no acaban allí. Aún si ignoramos que los mismos científicos muestran grados de disenso importantes, las decisiones políticas siempre implican sopesar los distintos bienes humanos en juego. ¿Cuán grave será el impacto económico de las cuarentenas masivas? ¿Qué efectos tendrá la crisis en la salud mental de las personas, o en la educación de aquellos que están aprendiendo a leer y escribir? Responder a estas preguntas implica estar medianamente al día en disciplinas como economía, psicología y educación. Si una mesa de expertos reuniese a practicantes de todas estas disciplinas (nuestra mesa de expertos COVID-19 está compuesta casi exclusivamente por médicos), y aún si los resultados de cada uno de ellos fueran más certeros que nuestra propia existencia, la conclusión a la pregunta ¿qué hacer aquí y ahora? no es inmediata.
Estas preguntas se responden con un tipo de conocimiento que no está disponible en revistas especializadas. Los clásicos lo llamaron prudencia política, y no hay nada en el método científico que nos asegure adquirir dicha habilidad. Sus grandes referentes no son Albert Einstein o John Nash, sino la experiencia, el saber pedir consejo, y una adecuada comprensión de la complejidad de los fenómenos sociales y de los múltiples bienes humanos que están en juego. Sobre todo, la virtud de la prudencia requiere una cuota significativa de humildad, sin la cual esta crisis seguirá horadando muchas de nuestras más preciadas convicciones.
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