La política y la Constitución
“Nosotros impulsamos proyectos, que pueden ser inconstitucionales por una cuestión de forma”, pero porque se trata de temas que son “urgentes de resolver”, dijo hace un mes el entonces presidente de la Cámara de Diputados, Iván Flores.
Estas declaraciones fueron rápidamente rechazadas apelando al valor de “las formas”. Al no respetarlas, dijo un conjunto transversal de profesores, “se mina un factor civilizatorio” fundamental. “Cuando las autoridades transgreden formas que les parecen intrascendentes”, aclaraban, “implícitamente invitan al conjunto de la sociedad a hacer lo mismo, en una espiral descendente cuyo impacto puede ser devastador”.
A mi juicio, esta moralización de las formas políticas es un error. Y de hecho eso explica que el problema constitucional que llevó al “estallido” del 18 de octubre no haya podido ser solucionado por la práctica política de los últimos 30 años.
Cuando la reforma procesal penal, en el gobierno y el Congreso se temía la intervención del Tribunal Constitucional. No solo por el retraso que significaría, sino también porque se anticipaba que el proyecto encontraría alguna oposición que a juicio del legislador era injustificada. Para evitar esta dilación y eventual interferencia del Tribunal Constitucional, todas las bancadas acordaron calificar el proyecto de Código Procesal Penal como ley ordinaria. Esto, a pesar de que, por cierto, se trataba de un proyecto de ley que era indudablemente de ley orgánica constitucional. El mismo acuerdo aseguró que no habría requerimiento parlamentario. De ese modo se logró eludir el control del Tribunal Constitucional.
¿Tiene sentido objetar a un acuerdo de este tipo lo que hoy se objeta a los dichos del diputado Flores? ¿Tendría sentido decir que los diputados habían jurado obedecer la Constitución, por lo que al calificar de ley ordinaria lo que era a todas luces un proyecto de ley orgánica constitucional estaban violando su juramento? La respuesta es negativa. La Constitución no vincula al Congreso del mismo modo que las leyes vinculan a los individuos. Una Constitución (democrática) crea condiciones para la acción de los órganos con legitimidad democrática, y la acción de estos órganos la hace evolucionar en una u otra dirección. La práctica democrática empuja a la Constitución en una dirección u otra: algunas reglas van quedando obsoletas mientras surgen otras prácticas que son sancionadas por la experiencia, etc.
Así funciona una Constitución democrática. Pero la Constitución vigente no admite ser entendida de ese modo, precisamente porque su finalidad no es habilitar la política democrática, sino neutralizarla, y por eso necesita negar todo espacio a las prácticas parlamentarias y a la posibilidad de ser interpretada por la acción política de los órganos con legitimidad democrática. Esta noción de la Constitución como una imposición es la que el diputado Iván Flores se atrevió a cuestionar, suscitando la protesta de los guardianes de la Constitución tramposa.
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