La resignificación de la farsa
Por Josefina Araos, investigadora IES
La polémica por la resolución que modificaba el cargo de Primera Dama fue el broche de oro de una difícil semana para el gobierno. Otra más. Quien había llegado incómoda a una función que no era de elección popular, apareció de pronto diseñándola a su medida, en nombre y atribuciones. Curiosa forma de iniciar la resignificación.
Ahora bien, la incomodidad del gobierno con el impasse Karamanos es relativa, pues empieza solo cuando éste sale a la luz. El “error administrativo” que no habría pasado el visaje correspondiente operaba desde marzo y nadie había acusado recibo. ¿Por qué? Quizás se deba a que el caso revela ciertas lógicas dominantes al interior del mundo que está hoy en el gobierno, y por eso no molestó hasta que se convirtió en un escándalo. Y es que este no fue un mero exabrupto; en alguna medida, el gesto de la ahora coordinadora sociocultural de la Presidencia simboliza bien la mirada que esta generación política parece tener sobre sí misma y sobre la realidad. Convencidos de representar como nadie a los excluidos y con una lectura a ratos moralista de la política, les cuesta plantearse la posibilidad de estar encarnando la arbitrariedad o el abuso de poder. Así, el uso que hagan de los espacios y recursos de que disponen está libre de riesgos, pues basta con sus buenas intenciones. Implacables en la evaluación de los poderosos de siempre, al llegar a las instancias más altas tienen severas dificultades para aplicarse a sí mismos esa vara. Por eso la candidez y la indulgencia detrás de todo este episodio.
La contracara de esta autocomprensión es la dura mirada sobre lo que los rodea. Y, el primer destinatario de ella es el Estado. Lejos del desafío formulado por el Presidente de habitar la República, la hipótesis es que, por su historia de despojo, los espacios de poder deben ser intervenidos. No se trata tanto de sumarse a una larga cadena de recorrido institucional para hacerse parte de un esfuerzo común, con luces y sombras, sino de ocupar todos los ámbitos para reorientarlos y echar a andar las transformaciones buscadas: “la erradicación de la desigualdad y la discriminación de grupos históricamente excluidos, con enfoque interseccional, de derechos humanos y perspectiva de género”, rezaba el ambicioso nuevo cargo de Karamanos. Pero la apuesta es también de desmontaje, como mostraron las palabras de la ministra de Bienes Nacionales esta semana, al acusar el historial racista y colonizador de su cartera. Para Javiera Toro, su papel consiste en detener esa trayectoria e iniciar el camino de la reparación. El Estado opresor deja de serlo cuando llegan los virtuosos al poder, pudiendo al fin desarticular los dispositivos dominadores y avanzar así al objetivo establecido: transformar la realidad y emancipar a los sometidos (despiertos o dormidos).
La herramienta fundamental de toda esta apuesta es el lenguaje. Por eso todo parte con un cambio de nombre. Este mundo afirma insistentemente, y con cierta razón, que el lenguaje construye realidad. El problema es que piensan que este es manipulable a su antojo y apuestan así a que vaya delimitando a su arbitrio la utopía buscada. La paradoja es que Irina Karamanos, y la generación que representa, esperando dirigir la realidad que el lenguaje construye, se vio sorprendida por él que, incontrolable, reveló su puesta en escena como una mera bravata. Y la resignificación deseada quedó reducida a una farsa. Porque finalmente hoy, quieran o no, están en el lugar de los poderosos, tan vulnerables a las miserias como los de ayer, sin mucho más margen que el de disponer con humildad de los cargos que otros tuvieron antes, a ver si intentando desentrañar ese oficio logran, sin tanto aspaviento, ponerse al servicio de su gente.