La responsabilidad del Estado en la crisis de seguridad

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Frente a un Estado que falla en su deber de brindar protección, que entrampa las soluciones y que obliga a los privados a invertir cada vez más en su propia seguridad, es indispensable activar medidas hasta ahora no consideradas.



El vil asesinato de un oficial de Carabineros -quien a pesar de estar de franco y en compañía de su familia decidió enfrentar a un grupo de delincuentes fuertemente armados- ha vuelto a poner de manifiesto la crisis de inseguridad que vive el país y las debilidades del Estado para cumplir con su obligación fundamental de asegurar protección a la ciudadanía.

La dinámica de este crimen puso de relieve varios de los problemas más acuciantes en esta materia: el porte ilegal de armas de grueso calibre; el extremo nivel de peligrosidad con que hoy actúan los delincuentes; la presencia de extranjeros que han ingresado en forma irregular, o que teniendo papeles al día, cuentan con orden de expulsión vigente no ejecutada. El delincuente que logró ser abatido por el oficial tenía de hecho orden de deportación desde el año 2020. Todo esto ocurre cuando los índices de temor en la población han alcanzado niveles sin precedente, junto con el alarmante aumento en las cifras de homicidios, en particular aquellos cometidos con armas de fuego, fenómeno atribuido al enquistamiento del crimen organizado.

En esto cabe asumir un diagnóstico que ya resulta ineludible: el Estado, que tiene el monopolio de las armas y el deber de resguardar la seguridad interna, no está cumpliendo con este rol, y tal incumplimiento no conlleva en la práctica ninguna sanción. Pero pese a ello el Estado tampoco parece estar dispuesto a delegar o compartir estas facultades con otros estamentos que sí podrían ejercer estas facultades con más agilidad o eficacia -como los municipios, o las gobernaciones-, entrampando así las soluciones. El cuadro resulta aún más desconcertante porque aquellas entidades privadas que por ley deben contar con dispositivos de seguridad son fuertemente sancionadas en caso de un incumplimiento, sin que se reconozca que los crecientes montos que deben destinar para cumplir con estas exigencias se deben en buena medida a la incapacidad del propio Estado para brindar mayor seguridad.

Qué duda cabe que estamos en un círculo pernicioso -un Estado que incumple, que dificulta las soluciones y que obliga a personas y empresas a invertir cada vez más en su propia seguridad-, del cual es urgente salir, porque de lo contrario el combate a la delincuencia no rendirá frutos y se incuba un peligroso malestar social.

Esto, por de pronto, no solo exige acelerar la tramitación legislativa de todos aquellos proyectos aún pendientes de la agenda de seguridad -es el caso del Ministerio de Seguridad, o nueva Ley de Inteligencia-, sino que abrirse a analizar medidas hasta ahora resistidas por el propio Estado o que han estado fuera de la agenda -como una presencia mucho más activa de las Fuerzas Armadas en labores de apoyo al orden público, o la creación de cuerpos policiales comunales o regionales-, porque los riesgos de seguir en el mismo derrotero son gravísimos para el país.

Cuando estamos en medio de una crisis de inseguridad, resulta desde luego inconcebible que el propio Estado siga con criterios zigzagueantes respecto del uso de la fuerza -que siempre debe estar ajustada a la ley-, tratándose de su facultad privativa. En tal sentido, son inexplicables las indicaciones que el Ejecutivo presentó al proyecto sobre Reglas de Uso de la Fuerza, según las cuales debía discriminarse entre migrantes, personas de la diversidad sexual, tercera edad y otras condiciones. Algo así era impracticable, y aun cuando el Ejecutivo las retiró y presentó otras, con condicionantes más generales, el episodio revela que dentro del gobierno sigue habiendo visiones ideológicas que una y otra vez colocan todo tipo de cortapisas y solo logran que el Estado sea más inoperante. Sin reglas claras en esta materia, proyectos como el despliegue militar para la custodia de infraestructura crítica quedarán como letra muerta, creando falsas expectativas en la población.

La banda de extranjeros que esta semana asesinó al carabinero es también un indicativo de los graves problemas que seguimos teniendo para controlar nuestras fronteras. Es una ominosa falla del Estado que se hayan acumulado miles de órdenes de deportación, pero en vez de avanzar cuanto antes en medidas mucho más exigentes para monitorear la situación migratoria y acelerar las deportaciones, el gobierno no acaba de dar con un plan robusto en esta materia.

Ya que el Estado incumple de esta manera con su deber de proporcionar seguridad, es también el momento de evaluar la factibilidad de introducir cuerpos policiales intermedios que, siendo un apoyo a Carabineros, puedan detentar facultades acotadas que hasta ahora son privativas de las policías. Francia, Alemania y España, entre otros países, cuentan con modelos de policías comunales, que dependen de las autoridades municipales o regionales, y que en algunos casos están facultadas para el porte de armas. Son cuerpos especialmente formados para estas tareas, reglamentados por ley, y que en general la población parece valorar. Aunque sería precipitado asumir que entidades así funcionarían bien en nuestra realidad, lo razonable sería evaluar con exhaustividad sus pros y contra, sin atarse de antemano a la noción de que solo una policía nacional -o una autoridad central- es el único camino posible.

La tarea del Estado ahora es facilitar las soluciones y corregir sus propias falencias en el combate a la delincuencia, pues el costo de la inoperancia o falta de decisión lo está pagando todo el país.