La salmonicultura y su errado concepto de sustentabilidad

"Es preocupante la distancia abismante que existe entre la visión de las empresas que conforman el Consejo del Salmón con el descontento generalizado de las comunidades y la ciencia, la cual hoy apunta a una falencia preocupante en el uso de antibióticos, antiparasitarios y carga orgánica de la industria".



Llama la atención los elogios que el Consejo de Salmón hace de la supuesta sustentabilidad en el cultivo de esta especie en Chile en la columna publicada en este medio hace algunos días. En ella, se ignoran completamente las externalidades negativas que esta industria ha traído para los ecosistemas, algún día prístinos, de la Patagonia.

Describe la salmonicultura como una actividad sustentable e inofensiva para el medio ambiente, que se encuentra suficientemente regulada y que, por lo tanto, se debería promover su crecimiento sin freno.

No es cierto lo que la columna del Consejo del Salmón afirma. La salmonicultura sí agota recursos naturales, empezando por el hecho de que, para la alimentación de los peces en cultivo, se utiliza harina y aceite de pescado producida a partir de especies como sardinas y anchovetas. Es decir, la principal fuente de alimento que sustenta a esta industria pone en riesgo de colapso a otras pesquerías de gran relevancia para el país.

Además, el desarrollo de esta actividad destruye en su totalidad los ecosistemas de los fiordos, senos y bahías. La salmonicultura, que se sitúa en ecosistemas frágiles, acumula toneladas de fecas y químicos afectando irreversiblemente los fondos marinos y las especies que habitan en ellos. Sumado a lo anterior, los salmones escapados por el mal mantenimiento de las balsas jaulas o derechamente por negligencias, impactan especies endémicas del país a través de la depredación, la competencia y la transmisión de patógenos y químicos.

Tampoco es cierto que se “produce en armonía con el medio ambiente”. Basta con visitar las jaulas, sumergirse en los lugares donde existen para darse cuenta de la gran cantidad de materia orgánica, proveniente de fecas y restos de comida que cubren el fondo marino, generando zonas que van perdiendo oxígeno hasta transformarse en áreas muertas donde no es posible la vida para las especies endémicas de la Patagonia. Además, si bien es imperceptible a la vista humana, cabe mencionar que desde los centros de cultivo se difunden una serie de químicos y medicamentos a las aguas que los rodean como antibióticos, antiparasitarios, antiincrustantes y desinfectantes.

En cuanto a la regulación, el Consejo del Salmón indica que es “adecuada”, lo que tampoco a nuestro juicio, es cierto. Aún tenemos una Ley de Pesca que débilmente permite sancionar a empresas de cuyos centros se escapan salmones, o presentan altas mortalidades. Ni siquiera podemos conocer de forma simple y rápida la cantidad de antibióticos o antiparasitarios que cada empresa ocupa. Hay evidencia de que la administración excesiva de antimicrobianos está generando resistencia bacteriana, lo cual ha sido reconocida por la Organización Mundial de la Salud como uno de los problemas de salud pública más urgentes.

A su vez, las escasas normativas prácticamente no son fiscalizadas, ya que los indicadores ambientales como las mortalidades, uso de químicos y medicamentos son proporcionados por las propias empresas sin que exista una efectiva verificación por parte de las autoridades. Sobre este punto, ha habido casos escandalosos de “dobles contabilidades”, en donde lo que se informa es totalmente distinto a la realidad.

Es preocupante la distancia abismante que existe entre la visión de las empresas que conforman el Consejo del Salmón con el descontento generalizado de las comunidades y la ciencia, la cual hoy apunta a una falencia preocupante en el uso de antibióticos, antiparasitarios y carga orgánica de la industria. El primer paso para internalizar las grandes externalidades que la salmonicultura genera es asumir que estas existen y no pretender dar una imagen que no es, pues las felicitaciones solo caben en la pluma de quienes las escriben.

* La autora es directora de Oceana