Opinión

La violencia en los estadios: un reflejo de la cultura

La violencia en los estadios: un reflejo de la cultura Jonnathan Oyarzun/Photosport JONNATHAN OYARZUN/PHOTOSPORT

La violencia en los estadios chilenos dejó hace tiempo de ser un fenómeno aislado y meramente deportivo. Se trata de una cruda expresión de problemas mucho más profundos: la desintegración de la familia, la ausencia de educación cívica y el deterioro de la vida en comunidad, entre otros. Todas realidades que urge abordar.

Resulta imprescindible tipificar estos hechos violentos como delitos y su mitigación exige castigarlos con severidad legal. Pero no es suficiente, cada pelea en las tribunas, cada hincha que trata de “colarse” sin pagar en medio de una avalancha humana o que invade la cancha, cada agresión a Carabineros, refleja una dificultad anterior: el debilitamiento de los vínculos sociales que sostienen la convivencia. La violencia no nace espontáneamente; germina en la falta de educación en el respeto mutuo, en la ausencia de límites formativos, en el deterioro de los valores compartidos.

Este fenómeno parece encontrar sus raíces en la desintegración de la familia como núcleo fundamental de formación social. La falta de referentes personales estables y de modelos de autoridad positiva debilitan la fortaleza emocional de las personas, facilitando que la frustración, el malestar y la agresividad encuentren en los estadios un canal de escape. En Chile se ha ido arraigando una cultura de permisividad hacia la violencia física y psicológica; y, correlativamente, la cultura del fútbol nacional se ha contaminado de tolerancia al insulto, a la agresión y a la destrucción.

¿De qué sirve exigir estadios seguros si afuera, en las casas y en las calles, la belicosidad se naturaliza como forma de relación? Si en el país campea el desprecio por las reglas básicas de respeto, si la autoridad es vista siempre como enemiga y no como garante del bien común, si el orgullo barrista se mide en la capacidad de intimidar al adversario visto como un enemigo, entonces el estadio se convierte simplemente en la “caja de resonancia” de esos vicios.

Este estado de cosas plantea un desafío educativo que excede al ámbito del deporte. Se necesita retejer -desde la primera infancia- una cultura ética de autodominio, de responsabilidad compartida y de acatamiento de la ley. Se requiere una transformación de mentalidad que valore la pertenencia a un equipo o a una comunidad no como excusa para la violencia, sino como ocasión para el encuentro amable.

El fútbol, como expresión popular, tiene un enorme poder simbólico. Puede enseñar nobles virtudes, pero cuando se desvirtúa y se le utiliza para canalizar odios, puede colaborar a enraizar las bajezas humanas. Si se aspira a contar con estadios seguros, primero resulta preciso desarrollar una sociedad donde el respeto no sea visto como debilidad, donde el cumplimiento de la norma no dependa de la fuerza policial, y donde la pasión no derrote sin más a la razón. La violencia en el deporte no es un accidente: es el reflejo de lo que somos. Y lo que somos puede —y debe— cambiar.

Por Álvaro Pezoa, director Centro Ética y Sostenibilidad Empresarial, ESE Business School, U. de los Andes

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