Las ciudades y el rayado de las fachadas

Resguardo policial en Barrio Lastarria
Foto: Agenciauno

La sociedad debe tomar conciencia sobre la importancia de no naturalizar este fenómeno, por el grave impacto que esto conlleva para la calidad de vida y el deterioro que supone para las ciudades.



Transitar por las principales calles de la comuna de Santiago o por los sectores más típicos de Valparaíso se ha convertido para muchos en una experiencia de profundo desagrado, cuando no de temor. Lugares que antaño fueron el epicentro de la vida cívica y cultural, con un rico patrimonio arquitectónico, hoy lucen un deteriorado aspecto producto del vandalismo de sus espacios públicos y de las fachadas. Los rayados, carteles callejeros, grafitis y otras manifestaciones por el estilo han colmado prácticamente cada espacio disponible, una realidad que dramáticamente también se está empezando a replicar en otras ciudades.

El problema del rayado y vandalización de los espacios públicos tiene ya una larga data -a comienzos de 2019 el municipio de Santiago calculaba, por ejemplo, que en los últimos años había gastado mil millones de pesos en limpieza de fachadas, y que la superficie dañada se había incrementado hasta 450 mil metros cuadrados-, pero sin duda el clima de efervescencia que produjo el estallido social amplificó este tipo de manifestaciones. Esto fue especialmente estimulado por sectores que vieron en este tipo de actuaciones una legítima manifestación de expresión o descontento. Se ha llegado al punto donde ciertos grupos -que algunos subliman atribuyéndoles el carácter de “colectivos”- ya se sienten dueños del espacio público, disponiendo de este a su total arbitrio. Tal ha sido el caso de la Plaza Baquedano y sus alrededores, los que hoy lucen grises y vandalizados, sin que logren ser restaurados.

El porqué del fenómeno a esta escala puede tener variadas explicaciones, pero probablemente el principal problema estriba en la naturalización que la propia sociedad está teniendo respecto de este deterioro. Una reciente nota consignada por este medio a propósito de los rayados en Valparaíso lo ilustra bien. Allí, un “grafitero” reconoce que va constantemente a dicha ciudad a rayar, “agradeciendo” la falta de fiscalización, subrayando asimismo la disposición de los transeúntes. “La gente en Valpo está más abierta a que uno pinte, lo tiene más arraigado”. El alcalde de la ciudad, Jorge Sharp, experimenta por estos días los efectos de esta anomia. La iniciativa público-privada (“Arcoíris”) que impulsa el municipio para recuperar fachadas en sectores emblemáticos se ha encontrado con la dificultad de que en algunos casos han vuelto a ser vandalizadas.

Por lo visto la sociedad no acaba de tomar el peso a las implicancias de permitir que el entorno de las ciudades se vaya destruyendo. En la medida que las paredes y el entorno trasmiten violencia, suciedad y abandono esto al final llama a más vandalismo, se deteriora la calidad de vida, deprime las plusvalías y por cierto repercute en actividades clave como el comercio o el turismo. Valparaíso arriesga de hecho perder su estatus de patrimonio de la humanidad justamente por el deterioro de sus fachadas y calles, tal como advirtió este año la Unesco, en tanto que el éxodo del centro de Santiago por parte de importantes empresas es un ejemplo del daño que se está infligiendo.

Además de un indispensable cambio cultural, que debe llevar a dejar de naturalizar este tipo de fenómenos, cabe revisar la actual normativa que trata sobre estos hechos, dispersa en leyes y ordenanzas municipales. A nivel penal estas sanciones conllevan penas bajas y su tipificación es más bien genérica -respondiendo a otra época-, mientras que las multas municipales en general no superan los $300 mil, con algunas excepciones que llegan a los $500 mil. Sin sanciones relevantes, y con escasa fiscalización, el efecto disuasorio de la normativa es escaso o nulo.

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