Las dudas del impuesto al patrimonio

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Por Mauricio Loy, abogado, socio del estudio jurídico Loy Letelier Cámpora

En tiempos de problemas y crisis, quienes tienen más recursos deben aportar más al financiamiento de las necesidades materiales impuestas por dichos problemas y crisis. Es una frase repetida hasta el cansancio, la cual parece obvia al punto de que todos los participantes de mesas de discusión, animadores de matinales, políticos (hoy casi asimilados con los anteriores), periodistas y demás actores con palestra pública no se toman más de cinco minutos para calificarla como una verdad absoluta e inmutable, y como tal, extraída de la discusión democrática.

La herramienta elegida en esta ocasión para plasmar este dogma de justica social, planteado a estas alturas en Chile ya de manera absolutamente irreflexiva, es lo que se ha llamado el “impuesto a los súper ricos”, que no es más que un impuesto sobre el patrimonio de determinados individuos.

Si analizamos esta herramienta de justicia social de la cual sus autores nos pretenden convencer, no podemos dejar de reparar que la misma nace con artilugios legales-constitucionales que pretenden burlar las reglas más básicas de la convivencia democrática, al pretender el poder legislativo ser el controlador de la agenda fiscal. Tenemos entonces un vicio de legitimidad básico y esencial, que no puede sino mermar las pretensiones de justicia que el proyecto dice perseguir. Se argumentará que la pretensión de “hacer pagar más a los ricos” es una consideración de justicia material que no debe obedecer el marco constitucional, ya que modificar el sistema “desde adentro” es imposible. Citarán incluso a personajes como Churchill, quien dijo que “la política es el arte de lo posible, pero para lograrlo hay que insistir en lo imposible”. Se argumentará entonces que sólo pidiendo e insistiendo en lo imposible se podrán empujar las fronteras de los sistemas “rígidos” que no se adecuan a la “voluntad del pueblo”. Solo este argumento será propio del “progresismo”, y todo el resto, al ser un punto de vista distinto, será calificado como una defensa conservadora.

Cualquier análisis serio (escasísimo – por no decir inexistente – en nuestra arena política actual) concluirá rápidamente que la argumentación anterior es falaz y equivocada. Las pretensiones de justicia escondidas detrás de esta iniciativa deben, por definición, nacer desde el sistema normativo y político que se quiere corregir, ya que el mismo existe hoy gracias a una institucionalidad democrática que ha sabido expresar las mayorías de cada época, y el hecho que esa institucionalidad pueda no estar en sintonía con la última encuesta, con Twitter o con la sensación íntima de justica que el “ciudadano de a pie” manifiesta, en nada altera lo anterior. La única encuesta que vale se llama elecciones, y ha sido dicha encuesta la que, con la participación de los tuiteros y de todos los “ciudadanos de a pie”, ha refrendado, una y otra vez, la institucionalidad que hoy nos rige.

Estamos, en consecuencia, frente a un proyecto ilegítimo en el sentido más propio de la palabra.

Adicionalmente, se trata de un proyecto que pretende generar no doble, sino triple tributación. En efecto, un impuesto al patrimonio asume, por esencia, que ha existido un determinado patrimonio que se ha acumulado a través del tiempo. Esto supone también, por definición, que el individuo que ha generado ese patrimonio ha tenido ingresos que han permitido generar el patrimonio en cuestión. Tenemos entonces la primera capa de tributación, cual es el impuesto a la renta cobrado al momento de generación de dichos ingresos (hoy con una tasa efectiva para el individuo controlador de una empresa de 49,45%).

Luego, sobre dicha primera capara de tributos se pretende aplicar ahora el impuesto al patrimonio, generándose entonces una segunda capa de tributación que, nótese, se aplica sobre los mismos ingresos ya tributados, que ahora conforman el patrimonio. No siendo suficiente lo anterior (nunca lo es cuando el animal a saciar son las redes sociales), al momento en que los activos que conforman el patrimonio se deben vender para pagar el impuesto, se podría aplicar, nuevamente, un impuesto a la renta por la eventual ganancia de capital generada en dicha venta.

Finalmente, todo lo anterior no está exento de efectos sistémicos, ya que esta iniciativa no afectará solo a los “super ricos”. Como los super ricos son dueños de una parte importante de los activos del país (como abogan los mismos defensores del proyecto) la aplicación del impuesto supondrá, previsiblemente, una caída generalizada de los precios de los activos afectados, por cuanto dicho activos pasarán a rentar, en el mismo minuto que se apruebe el proyecto, un 2,5% menos. Así, los patrimonios que controlan la mayor parte de los activos del país se corregirán a la baja, generando pérdidas a ser imputadas en la próxima operación renta, o sea, generando un efecto generalizado de menor recaudación para el próximo año.

Pero no importa, nada importa. Un aplauso rápido (y sin duda uno que otro votito más en la próxima elección), lo vale todo. Maquiavello estaría orgulloso.