Las últimas reflexiones de Mijail Gorbachov
Hace cuatro años, Bruce Allyn se reunió por más de cuatro horas con el exlíder soviético. Fue una de sus últimas conversaciones largas antes de que su salud se lo impidiera. En esta columna, el exasesor de Gorbachov y actual académico de la UAI recuerda ese encuentro y el legado del exgobernante de la URSS.
“Mi credo: no derramar sangre”, dice. Estoy en Moscú hablando con un hombre que cambió la historia: Mijail Gorbachov, el último líder soviético. El hombre que dejó caer el Muro de Berlín. Que se negó, cuando la Unión Soviética se estaba derrumbando, a llamar a los tanques, a declarar la ley marcial para preservar su propio poder político. Un hombre que comandaba un país con 27.000 armas nucleares, el temible KGB y un ejército de 5 millones de hombres todavía muy leales.
Durante más de cuatro horas, mantengo una de las últimas conversaciones largas que Gorbachov pudo tener. A sus 87 años, reflexiona sobre su vida y lo que ha pasado desde que dejó caer el Muro de Berlín.
Su salud se está debilitando y su cara está hinchada, pero todavía se ve ese brillo en sus ojos. Tiene esa sonrisa radiante que el mundo vio cuando, tras la muerte de tres antiguos líderes del partido comunista, Gorbachov se convirtió en el líder de la Unión Soviética a los 54 años. Yo estaba en Moscú ese día -el 11 de marzo de 1985- cuando recibí una llamada de un informante soviético que me dijo: “Ha ocurrido algo maravilloso”. Todavía no había llegado la noticia a la prensa.
Estoy sentado con este hombre que se convirtió en la persona más popular del planeta, ahora encorvado y canoso, que aturdía y deleitaba al mundo, que llamaba sin miedo en su propio país a iluminar sus sombras, pidiendo “¡Más luz!” sobre su propio y oscuro pasado estalinista. Un hombre que dijo al mundo: “Todos debemos cambiar”.
Me siento profundamente conmovido de estar sentado con Gorbachov. Culpado por los rusos del colapso de la Unión Soviética, y de la pobreza y el caos que siguieron bajo su populista sucesor Boris Yeltsin, sigue siendo cálido, alegre y positivo. Una encuesta muestra que el 70 % de los rusos dice que la disolución de la URSS fue algo malo, y casi el 80 % no cree que Gorbachov desempeñara un papel favorable en la historia. A este hombre que tengo delante se le culpa del colapso, a pesar de que en realidad trabajó para evitar que la Unión Soviética cayera en el caos, y fue su sucesor Boris Yeltsin el responsable directo de la ruptura en una reunión secreta que mantuvo, casi borracho en ese momento, con los líderes de Ucrania y Bielorrusia.
De hecho, Gorbachov quería un cambio más gradual para evitar las guerras separatistas que vendrían después, para evitar el giro del péndulo hacia el capitalismo salvaje y la caída libre que apoyó Yeltsin, el subsiguiente desplome económico peor que la Gran Depresión estadounidense, el estado humillante y débil en el que cayó entonces Rusia, que inevitablemente llevó al poder a una reacción contraria y al nacionalista Vladimir Putin. Lo sé porque estaba trabajando con el círculo íntimo de Gorbachov en un Tratado de la Unión que habría creado una federación descentralizada, con el poder transferido de Moscú a las repúblicas.
Era el verano de 1991 y ocho de las nueve repúblicas más importantes, excepto Ucrania, habían aprobado el tratado de la Unión con algunas condiciones. Una encuesta legítima realizada entre toda la población de la época, incluida Ucrania, mostró que la mayoría de los habitantes de la Unión Soviética apoyaba el tratado. Este hecho se ha olvidado o ignorado en gran medida.
Pero el país -el imperio construido a lo largo de siglos de conquista por los zares y Stalin, que amurallaba a casi 300 millones de personas y abarcaba once husos horarios- se deslizaba demasiado rápido hacia la confusión. Gorbachov tenía que hacer un balance político casi imposible. Recuerdo que me puse en su piel y pensé “¿cómo puede hacerlo?”. Había fuerzas secesionistas en las repúblicas que consideraban que el Tratado de la Unión era “demasiado poco, demasiado tarde”. Los liberales de Moscú atacaron a Gorbachov por ir demasiado lento.
Para los partidarios de la línea dura que seguían en el poder, era demasiado, demasiado rápido, como pronto descubriríamos: se estaba gestando un golpe de Estado. Querían que Gorbachov tomara medidas enérgicas. Pero Gorbachov se negó. Buscó soluciones políticas, no militares, cada vez que estallaba la violencia. Un sangriento conflicto étnico estalló en el enclave de Nagorno-Karabaj, en Azerbaiyán. El propio asesor liberal de Gorbachov dijo: “Deberían haber colgado a veinte o treinta asesinos de los postes de la luz” para que los nacionalistas separatistas de otros lugares de la Unión Soviética “tomaran en serio a Gorbachov en lugar de considerarlo débil”.
Recuerdo que pensé que nadie podía predecir lo que iba a ocurrir a continuación, la economía se hundía, las redes eléctricas fallaban, todo se desmoronaba. Durante más de un año, Gorbachov había estado pidiendo una amplia ayuda económica a Estados Unidos para apuntalar su poder. Necesitaba ahora un apoyo de la magnitud del Plan Marshall, cuando Estados Unidos proporcionó una ayuda masiva para sacar a Europa de la devastación de la posguerra.
Pero el presidente George Bush padre decidió poner las cosas en “pausa”, alejándose del fuerte apoyo del presidente Ronald Reagan a Gorbachov. Bush escuchaba a los asesores que seguían sospechando que Gorbachov podría ser “sólo un comunista con cara sonriente”.
Mi proyecto en Harvard, junto con los reformistas rusos, propuso un “gran acuerdo” para dar decenas de miles de millones de ayuda económica al líder soviético de forma incremental, condicionada a nuevas reformas. Pero los partidarios de la línea dura de la Administración Bush tenían una opinión que el ex presidente Nixon expuso públicamente en su momento, criticando nuestro proyecto conjunto como un “rescate occidental”, un “gran regalo”, diciendo que “aprovecharían la ayuda occidental para preservar el sistema comunista”.
Recuerdo haber escuchado al ruso Grigory Yavlinsky, exasperado: “Hemos hecho lo que Occidente ha intentado conseguir durante medio siglo: romper la espalda del sistema soviético, dejar que caiga el Muro de Berlín, celebrar elecciones libres, y la Administración Bush dice: ‘Bueno, esperen un momento. No estamos convencidos. No estamos seguros de que hayan hecho lo suficiente para satisfacernos’”.
Por primera vez en un siglo, el líder ruso miraba a Estados Unidos como amigo y socio, no como enemigo. Y Estados Unidos dio un paso atrás. Gorbachov estaba contra las cuerdas, y la Administración estadounidense decidió hacer una “pausa” en este momento crítico de la historia. Tuvimos gente retrógrada en el poder cuando podríamos haber cambiado el mundo.
Ahora estoy sentado con ese hombre, décadas después, que abrió la posibilidad de lo que él llamó “un hogar común”. Gorbachov se vuelve de repente hacia mí. Su rostro es de dolor. “En general, Occidente -¡pero no graben esto! - tenía una actitud equivocada hacia Gorbachov y sus propuestas. Les gustaba dirigir el mundo entero, pero había que cooperar, hacerlo todo juntos”.
“Todas las iglesias -católica y ortodoxa- apoyaban ese camino. Trabajar juntos. Probablemente Dios decía que hiciéramos eso”.
Gorbachov fue criado en la Unión Soviética como ateo. A él y a su querida esposa Raisa les gustaba dar largos paseos por el bosque. Gorbachov decía: “La naturaleza es mi dios”. Y el mundo tomó nota cuando este líder soviético dijo: “Jesús fue el primer socialista. El primero en buscar una vida mejor para la humanidad”. Más tarde haría un viaje sorpresa para rezar de rodillas ante la tumba de San Francisco de Asís. Diría: “San Francisco es para mí el otro Cristo. Su historia ha jugado un papel fundamental en mi vida”.
Un ruso cercano a Gorbachov dijo que era la “bondad innata de Gorbachov lo que le impedía ser político”. Gorbachov es a la vez amable y está dispuesto a hacer autocrítica. Sus pensamientos se remontan de nuevo a los asesores del anciano Bush y al triunfalismo, a su cacareo de la victoria en la Guerra Fría.
“Sé por experiencia personal”, me dice Gorbachov, “que empecé a sentir que mi confianza se deslizaba hacia la presunción, el exceso de determinación, la arrogancia. Era muy difícil alejarse de eso”. Gorbachov es un hombre que tuvo el valor y la confianza suficientes para aprovechar y crear un momento histórico. Dice: “El destino me dio una oportunidad...”
“Y la aprovecho”, digo yo. “Cambió el mundo”.
Entonces entra en reflexión, vuelve a hablar de sí mismo en tercera persona. “Cuánta gente me ha dicho ‘Gorbachov ha tenido mala suerte; la democracia no se entiende ni se acepta en Rusia’. Y critican a Gorbachov, incluso ahora... Pero ¿acaso abandoné a mi pueblo y lo traicioné dejándolo de lado? No. Mantengo la posición de que la democracia debe arraigar y ganar terreno en Rusia”.
“Se arriesgó”, le digo, y luego yo mismo me arriesgué a decir lo que sentía tan profundamente, oyéndole hablar a los 87 años de lo que todavía le molesta, de cómo fue incomprendido, de cómo se le sigue despreciando en Rusia. Sabiendo que a Gorbachov no le quedaba mucho tiempo en esta vida, le dije: “Puede estar seguro de que su iniciativa fue magnífica. Cualquier fracaso fue por la escasa visión de quienes le siguieron. Usted cumplió su papel, y millones se lo agradecen”.
Fue bueno decírselo en su propio país, donde recibía a diario desprecios, convertido injustamente en el único chivo expiatorio de los fracasos de tantos otros y, por supuesto, del propio Gorbachov. Gorbachov sonrió y se quedó quieto.
“Debemos soñar”, hace una pausa muy larga. Parece perder la concentración. Luego vuelve a cobrar vida y esa chispa reaparece: “Debemos soñar... nos lleva a buscar, a buscar nuevas visiones... son lo más precioso que tenemos”.
Gorbachov iluminó el mundo, demostró tanto valor, y sin embargo es humilde y consciente de sus propios defectos. Imagínense escuchar a Dick Cheney admitir cualquier culpa por, digamos, la invasión de Irak, aunque dos tercios de los estadounidenses digan que la invasión de Irak fue un error.
Gorbachov me da un ejemplar de su último libro I Remain an Optimist, donde afirma que cada persona tiene el poder de provocar un cambio positivo. Y continúa presionando por la democracia, diciendo: “Dejen de ver enemigos en los que se manifiestan, en los que protestan o en los que firman peticiones”.
Estos son sus últimos días, puedo verle vacilar a veces, pero puedo sentir su calidez y amabilidad tan fuertes como siempre, su soleada confianza en los “valores de todos los humanos”, su visión de un futuro compartido, y su confianza y creencia en los demás, lo que, según un asesor cercano, acabó por hacerle tropezar en el mundo de la política. Le aseguraron que Occidente no ampliaría la OTAN si dejaba caer el Muro de Berlín. Entonces lo hizo. Abrió una puerta para la cooperación, para la seguridad mutua, para que otros se unieran a él en la búsqueda de una nueva relación.
Durante dos décadas, desde la muerte de su amada Raisa, Gorbachov no la ha tenido para protegerle de lo peor de la política, cosa que ella siempre había hecho. Ella sería la mayor influencia en su vida. Era una mujer de gran inteligencia, fuerte voluntad, firmes convicciones, devoción. Le ayudó constantemente a evitar que se tropezara, lo que era propenso a hacer dada su tendencia a hablar demasiado, a confiar demasiado en su encanto natural, en su extraordinaria confianza en sí mismo. Gorbachov expresa ahora su remordimiento por todo lo que ella soportó.
“Por supuesto, soy culpable”, decía públicamente. “Fui yo quien la metió en esto. La política me cautivó. Y ella se lo tomó todo a pecho. Si nuestra vida hubiera sido más modesta, hoy estaría viva”. Se refiere a su creencia de que Rusia necesitaba su visión y a su decisión de intentar volver a la política rusa en 1996 y presentarse como candidato contra su némesis Yeltsin. Raisa se opuso. Sus amigos intentaron ayudarle a comprender que la mayoría de los rusos le culpaban de todos los problemas de Rusia desde el colapso soviético. Pero de todos modos se presentó obstinadamente y obtuvo menos del 1% de los votos.
Sentado con este hombre, ahora encorvado en su silla, me siento en presencia de un gigante. Un hombre que cambió el mundo y que no oculta sus defectos. Es muy fácil perdonar su exceso de confianza. Sentarse con él es como estar con alguien que siempre he conocido. Puedes sentir su amor por la vida. Su incontenible convicción de que todos podemos cambiar, de que podemos elevar nuestra experiencia y la del mundo. Es una persona a la que le gusta cantar. Hace poco estuvo cantando con un periodista de la BBC que tocaba al piano una de las canciones favoritas de Gorbachov, “There is Only this Moment”, de una película soviética de 1974 sobre una tierra mítica más allá del Círculo Polar Ártico.
“Entre el pasado y el futuro hay un parpadeo”, canta Gorbachov, “y ese instante es lo que llamamos vida”.
En ese parpadeo, liberó y perdió un imperio. Y aún queda ese brillo en sus ojos.
* Bruce Allyn es profesor visitante en la Escuela Negocios UAI. Es miembro del Programa de Negociación de la Facultad de Derecho de Harvard y se ha desempeñado como mediador en los principales conflictos mundiales, trabajando con el círculo íntimo de Mijail Gorbachov, Fidel Castro, Muamar Gaddafi y también en la Rusia de Vladimir Putin.
Comenta
Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.