Lástima que sea turco
Las memorias de Benedicto Chuaqui presentan el atractivo de captar y describir dos mundos distintos y en muchos sentidos opuestos: el exótico Oriente del Imperio Otomano y el Chile de principios del siglo XX. Nacido en 1895 en la ciudad de Homs, ubicada en Siria, Chuaqui emigró a nuestro país a la edad de 13 años. Provenía de una familia de cristianos ortodoxos tradicional y bastante pobre (sus padres eran tejedores), razón por la que siendo niño debió abandonar la educación escolar para contribuir con la manutención del hogar. Fue así que, en el mercado de zapatos de Homs, Benedicto, que en ese entonces se llamaba Yamil, comenzó a desempeñar una extensa serie de oficios y actividades que, a la larga, y muy lejos de su patria, le permitieron convertirse en un empresario próspero. Las Memorias de un emigrante, sin embargo, no son el testimonio de una carrera comercial exitosa. Por el contrario: hasta 1942, fecha en que el libro fue publicado, el autor había enfrentado muchas más pellejerías y engañifas que holganzas.
El encanto de estos recuerdos que oscilan entre la picaresca y la lucidez, entre la nostalgia y la adaptación forzosa, proviene en buena medida de la agudeza de Chuaqui, que desde pequeño fue un observador contumaz. Ello estimuló en él la capacidad sutil de transformar un cúmulo de anécdotas en conclusiones fenomenológicas, dotando así al relato de una profundidad que al comienzo resulta insospechada. "Tenía motivos para repudiar a los chilenos y también para estimarlos", escribe al volver sobre sus vivencias de recién llegado. Criado bajo una férrea ética moral, el emigrante se sorprendía de que aquí se premiara al tramposo. Otro rasgo idiosincrático que le causó extrañeza fue la xenofobia que le manifestaban clientas medianamente educadas ("La verdad es que usted no parece turco"), así como también las más modestas vecinas del barrio Yungay en donde el joven montó un baratillo ("¡Lástima que sea turco!").
Chuaqui, un tipo con humor, optó por lo sano: "La 'turcofobia' del bajo pueblo chileno repercutió con simpatía en mi sensibilidad", escribe al explicar que, después de haber detestado toda su vida a los turcos –que no son árabes y que gobernaron por siglos a los árabes sirios con puño sangriento–, terminó experimentando "un raro sentimiento de rebeldía" que lo llevó a solidarizar mentalmente con los seguidores del sultán. El fenónomeno "no tenía otro origen que el de la molestia que me causaba no sabernos comprendidos por una gran parte de este pueblo [el chileno], al cual yo amaba con toda la lealtad de mi espíritu".
El candor es un manto engañoso que se cierne sobre el recuento de Chuaqui. Un ejemplo: desde muchacho, Benedicto manifestó una decidida admiración por las mujeres, pero los códigos morales de Homs le impedían dar rienda suelta a sus fantasías y entregarse a las numerosas señoras y señoritas que lo acechaban, principalmente en su tienda. La evolución de su pensamiento al respecto es uno de los procesos más simpáticos del libro, puesto que el narrador se da maña para disfrutar del éxito amoroso sin jamás abandonar esa elegancia mundana que le es connatural.
Aconsejado por familiares que habían emigrado antes que él, Yamil accedió a cambiar su nombre por el de Benedicto al poco tiempo de llegar a Chile. Pero ello, afortunadamente, no implicó que abandonase cierto modo oriental de percibir su entorno. Es bajo esa mirada donde sus memorias cobran un inusual valor patrimonial para nosotros, precisamente porque son ojos lejanos los que juzgan los usos y costumbres de un Santiago bastante desconocido para la gran mayoría de los capitalinos. En cuanto a si finalmente se adaptó a su segunda patria, Chuaqui, que fue un distinguido difusor de la cultura árabe aquí y en Latinoamérica, insiste en que jamás podría haber encontrado en todo el mundo un mejor lugar para vivir. La bonhomía y la generosidad –qué duda cabe– constituían principios rectores de su personalidad.
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