
Lex trumpicana

Opacado por el “día de la liberación”, la arremetida de Donald Trump en contra de los estudios de abogados ha pasado desapercibida en estas latitudes. En las últimas semanas, el Presidente de Estados Unidos ha dictado una serie de órdenes ejecutivas sancionando a varias firmas de abogados, ordenando la suspensión de sus accesos a información gubernamental, prohibiendo la entrada de sus abogados a edificios federales -entre otros, los tribunales de justicia-, ordenando a los contratistas del gobierno que terminen cualquier contrato con estos estudios e iniciando investigaciones sobre sus políticas de inclusión y diversidad.
Las órdenes son, indisimuladamente, actos de represalia. El motivo: la participación de sus abogados en las investigaciones previas seguidas en contra del Presidente Trump o el tipo de casos que las firmas defienden pro bono.
Las reacciones han sido disímiles. Algunas de las firmas afectadas las disputan actualmente en tribunales. Otras, preocupadas por la pérdida de clientela, capitularon, llegando a acuerdos con el gobierno federal que incluyen desconocer la labor de aquellos socios apuntados en las órdenes, desmantelar sus programas de diversidad e inclusión y ofrecer millones de dólares en horas pro bono respecto de causas aprobadas por el oficialismo. Esta rendición es tanto o más preocupante que el ataque mismo.
Un aspecto central del ejercicio de la profesión legal consiste en representar intereses ajenos. Esta idea resulta a veces contraintuitiva, y puede tener una connotación cínica, que hace pensar en una profesión carente de convicciones y que se vende al mejor postor. Es, en realidad, el fundamento mismo del sistema de justicia: todos tienen el derecho a contar con un abogado, por impopular que sea su causa. Correlativamente, los abogados tienen derecho a defenderlas, sin que pueda reprochárseles asumirlas.
Los abogados somos auxiliares de la administración de justicia. Conforme a ello, el ejercicio de la profesión no se limita a la dimensión comercial propia de un negocio, sino que conlleva una función social: que todo ciudadano en conflicto pueda presentar cabalmente su posición ante un tercero imparcial, de modo que la justicia, expresada en una sentencia, pueda encontrar su lugar en el caso concreto. La representación letrada contiene un valor simbólico, asociado a la igualdad de armas entre las partes. Por eso mismo, trae consigo deberes de lealtad -con la ley, el juez y la contraparte-, de confidencialidad y decoro. El objetivo es representar fiel y celosamente una determinada posición, lo que no puede reducirse a “ganar” un caso por cualquier medio.
Lo del Presidente Trump es un asalto de estilo monárquico contra este principio, al estilo de Dick “el Carnicero” en Enrique VI. Pero existen también otras formas -más sutiles y matizadas, pero igualmente graves- de ataque sobre la profesión. Por ejemplo, las críticas que se deslizaron contra los ministros del TC por no fallar conforme a su color político son formas de presión veladas, que tienden a reducir a los abogados (en este caso, jueces) a meros amplificadores de los intereses políticos o económicos de turno. Todo esto erosiona la confianza de la ciudadanía en la justicia. Por tentador que resulte imaginar un mundo sin abogados, ese es el primer paso hacia el despeñadero.
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