Libremos a la educación

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Un promedio de 38 días de clases perdieron los estudiantes de escuelas y liceos públicos del país durante 2019. Esto quiere decir que, entre el paro de profesores que se inició en junio y los problemas relacionados a los acontecimientos del 18 de octubre, la suspensión forzada de las actividades sumó casi dos meses, el equivalente al 20% del calendario escolar anual. En el sector particular subvencionado, en tanto, la pérdida fue algo menor, pues alcanzó un promedio de 23 días en el año, mientras que en los colegios particulares pagados ésta se estima en solo 14. Esta situación, a su vez, afectó también de manera desigual a las distintas regiones del país. En la zona norte, el promedio de días de clases perdidos por los establecimientos públicos superó los 50 -dos meses y medio menos- y el caso más grave fue Antofagasta, donde se perdieron uno de cada tres días del año escolar.

Estos números dan cuenta de cómo la educación chilena, y en especial la pública, está siendo afectada por una interrupción de clases recurrente, la que evidentemente no será inocua. Si los niños no van a la escuela, ningún programa o política pública, por muy bien diseñada, logrará resultados. No importa cuánto esfuerzo le dediquen los docentes o cuántos recursos invirtamos. Pero, además, los motivos detrás de estas interrupciones evidencian cómo, desde hace un tiempo, la educación se convirtió en la principal trinchera de batallas políticas e ideológicas, lo que la mantiene como rehén de causas que no le atañen.

De esta forma, parece difícil que logremos superar el estancamiento de la calidad que muestran las mediciones disponibles, según las cuales nuestro país presenta en promedio un año de rezago en Lectura y dos años en Matemáticas respecto a los sistemas desarrollados. Más aún si agregamos las exigencias que impone la implementación de una serie de reformas recientemente promulgadas. Quizás la más importante, la desmunicipalización, que establece el traspaso de los establecimientos municipales a nuevos sostenedores que se están constituyendo para dicha labor. Es por ello que, si queremos lograr avances, no podemos seguir perdiendo más tiempo. Necesitamos que los niños puedan ir a clases con normalidad y que su escuela se constituya como un lugar propicio para el aprendizaje. Así deberían entenderlo los directivos y docentes, las propias familias, los políticos y todos quienes en ocasiones irrumpen en materia educacional por fines ajenos a ésta.

Hoy, que el país está enfrentando tiempos convulsionados, el desafío de poner a los niños primero sigue más vigente que nunca. Necesitamos anteponer su bienestar por delante de objetivos de personas y grupos que mantienen secuestrada a la educación para sus propios propósitos. En este nuevo comienzo de año escolar, el llamado entonces es a un acuerdo urgente que no requiere firmas sino acciones: liberemos a las escuelas y a los niños y permitámosles aprender y desarrollarse.


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