Opinión

Lo que mal empieza mal acaba

Aceptando que la venta al Estado de la casa que fue del ex presidente Allende se hizo de buena fe, la reacción posterior es aún más grave que el hecho en sí mismo. Altas autoridades esgrimieron justificaciones innecesarias, que evidencian desconocimiento o, peor aún, falta de respeto por algunos de los principios más elementales del estado democrático de derecho.

Según la ministra vocera, el fallo del Tribunal Constitucional es un grave precedente; para otros, es una falta de consideración con la trayectoria de la ex Senadora, una injusticia que no atiende a que su buena fe indudable. Para qué seguir, de un plumazo dieron al traste con la igualdad ante la ley, la independencia jurisdiccional, el debido proceso y el respeto al principio de la responsabilidad, fundamento sobre el que descansa nada menos que el Estado de Derecho. Perdone lo poco, se podría decir.

Pero donde el exceso adquirió características de una actitud sistémicamente degradada, fue en el proceso mediante el cual el Partido Socialista decidió el nombre del reemplazante de la ex Senadora. Las informaciones, bastante consistentes y en absoluto desmentidas, dan cuenta que esto se resolvió bajo el criterio de una prerrogativa personal de Isabel Allende, al punto que se dio en medio de un conflicto interno que la habría llevado a amenazar con renunciar al partido si se optaba por un nombre distinto del que ella había decidido. No se trata solo de que se haya perdido el respeto mínimo a las instituciones, es que se ha perdido también el pudor. Eso es lo más grave.

Nada de esto es un error. Se trata de un conjunto de acciones que dan cuenta de la pretensión consistente y reiterada de estar por sobre las reglas, de tener una suerte de relación de propiedad privada respecto de las funciones públicas. Luis XIV lo habría considerado de lo más normal. Hay que ser cuando menos audaz para actuar así y presumir luego del adjetivo “democrático” como rasgo que define la identidad.

Alguien podría decir, con desenfadado cinismo, que todos actúan igual. Esa sería una muy mala explicación, aunque en cierta dimensión tiene lamentablemente algo de cierto. Es verdad que este tipo de conductas se suman a muchas otras que han ido horadando la imagen de la política, al punto que el Congreso y los políticos en general están consistentemente entre las instituciones peor evaluadas.

Por esta ruta se encaminó nuestra democracia al despeñadero en el siglo pasado, con una clase política incompetente, populista y frívola, incapaz de ofrecer desde algún sector un proyecto que fuera alternativa creíble y eficaz frente a la lucha de clases disociadora y violenta. La oposición no puede olvidar que las sociedades buscan una respuesta y en las crisis lo hacen dentro o fuera del sistema. Ser esa alternativa sistémica es su primera obligación y nada está asegurado.

A la democracia se le aplica, igual que a la venta de la casa, el viejo adagio: lo que mal empieza mal acaba. Y hace rato que por acá la cosa empezó a ir mal.

Por Gonzalo Cordero, abogado

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