Opinión

Lo que vale una vida

No es necesario renunciar a la vocación por acoger al que viene de lejos para reconocer hoy, como dijo el propio Presidente Boric hace unos meses, que Chile no está en condiciones de recibir a nadie más.

Lo que vale una vida

Trecientos cincuenta mil pesos fue el monto que una abuela pidió a cambio de su nieta de ocho años en Bolivia al momento de venderla a una familia que planeaba radicarse en Chile. Es lo que relata el reportaje de canal 13 difundido esta semana con la historia de una menor que ingresó por un paso irregular a territorio nacional, para instalarse junto a un matrimonio en un campamento a orillas del río Claro, región de O’Higgins, donde fue sometida al más brutal abuso: trabajo forzado, hambre, frío, abandono. Fue una vecina la que alertó a las autoridades del maltrato sufrido por la menor, luego de verla deambular por las calles buscando comida y compañía. Desde julio del año pasado la niña se encuentra en una residencia del Estado, mientras fiscalía tiene detenida a la pareja que la compró y a la abuela que estuvo dispuesta a entregarla.

El caso impacta no solo por el horror de la historia -cuesta mirar de frente la miseria de quienes están dispuestos a esclavizar a un niño-, sino también porque evidencia las condiciones actuales de la migración en nuestro país. Si alguna vez la motivación fue ir en busca de un destino mejor, hoy queda poco de ese sueño: se llega a un lugar casi tan pobre como el de origen, los traslados se producen en el marco de redes más o menos sofisticadas de delito -no es otra cosa la venta de una niña- y las personas involucradas son sencillamente invisibles. “Ella podría haber desaparecido y nadie se habría dado cuenta”, afirma el fiscal Osvaldo Yáñez al explicar que la niña carecía de identidad, pues nunca fue inscrita en Bolivia, y su ingreso tampoco fue advertido en Chile. La tragedia empeora si consideramos que no es un caso aislado. El mismo reportaje comienza con un migrante interceptado en su intento de entrar al país acompañado de un menor, a quien presentó como su hijo, pues se advirtieron señales de una eventual trata de personas. Nada asegura entonces que la historia de esta pequeña sea excepcional, y el Estado, por lo visto, es ciego frente a ello. Solo sabemos que muchos ingresan al país por pasos no habilitados, pero la detección de hechos como este pareciera depender de la voluntad de terceros -como la vecina- dispuestos a denunciarlo. La precariedad del escenario es evidente: alta presión migratoria, negocios criminales clandestinos alimentados por ella, un país empobrecido, una ciudadanía enojada y migrantes en una situación igual o peor que aquella de la cual escaparon.

Esta misma semana se dio a conocer la llegada de migrantes haitianos, en el contexto de los procesos de reunificación familiar organizados por el Estado. Una legislación que combine iniciativas de control migratorio e integración puede ser pertinente, cuestión que las reacciones destempladas de estos días no quieren considerar. Sin embargo, es cierto también que algo no anda bien en una institucionalidad que logra reunir familias sin contar antes con un control efectivo de quiénes entran al país y en qué condiciones lo hacen. Y mientras no tengamos una política capaz de hacerse cargo de ese desafío, los discursos que azuzan los crecientes recelos ciudadanos respecto de la migración se seguirán reproduciendo, y probablemente con éxito.

Una forma eficaz de responder a la estridencia es quitarles a quienes alimentan esos recelos el patrimonio exclusivo de su representación: la voluntad de hacerse cargo de la crisis migratoria no puede quedar capturada por los más radicales. Y este terrible caso puede ser ocasión para intentarlo, con representantes dispuestos a ofrecer (al fin) una agenda dura y restrictiva, pues no hay otra forma de asegurar lo mínimo: vidas dignas tanto para quienes habitan el país como para quienes llegan. No es necesario renunciar a la vocación por acoger al que viene de lejos para reconocer hoy, como dijo el propio Presidente Boric hace unos meses, que Chile no está en condiciones de recibir a nadie más. Porque como vimos en la historia de esa niña, y por más doloroso que sea aceptarlo, el país no puede responder por ella.

Por Josefina Araos, investigadora IES

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