Lo rápido, lo lento y lo interminable
Por Óscar Guillermo Garretón, economista
Los cambios democráticos suelen ser lentos, pero nunca tanto como para que la ciudadanía se aburra y opte por otros gobernantes. En cambio, las revoluciones violentas arguyen urgencia para justificarse: los pobres no pueden esperar. Pero esas violencias, en América Latina, casi siempre han sido derrotadas y las pagan los pueblos. Incluso las escasas veces que vencen, tampoco tienen éxito y los pobres deben esperar aún mucho más.
Su desaparición es de lentitud interminable. Hay una tan lenta, que lleva 62 años fracasando y a pesar de todo perdura. Hay otra en Venezuela que lleva 22 años, con una inflación galopante y desabastecimiento brutal; pasó de petrolera a importadora de gasolina y exportadora de unos 7 millones de venezolanos; todos saben que el gobierno perdería las elecciones si no fueran fraudulentas, pero nadie sabe cuándo ocurrirá. O la nicaragüense, que apresta elecciones con siete candidatos presidenciales previamente encarcelados luego de 14 años consecutivos como gobernante; a los cuales debemos sumar otros 5 entre 1985 y 1990, más 6 como coordinador de la Junta de Gobierno entre 1979 y 1985. 25 años como gobernante, aunque su fracaso es evidente. Después dicen que los cambios democráticos son lentos. Pueden parecerlo, pero son a la larga más exitosos y más rápidos en deshacerse de sus fracasos. Los pobres esperan menos.
Las revoluciones perdurables, las serias y democráticas, a veces ni siquiera se perciben. Muchos no se percataron de la revolución que en la década de los 90 sacó a cuatro millones de chilenos de la pobreza. Para pinochetistas y pseudo revolucionarios, solo se trató de continuidad; unos para alabarla y otros para abominar de ella. Aun hoy no toman conciencia de la revolución que significó en la vida de millones.
Por cierto, el cambio democrático nunca para, no tiene final; reclama siempre nuevas revoluciones. Así fue como, superada la pobreza, pasó a poner en la agenda la desigualdad. Pero la política no supo resolverla. Imposible con gobiernos de bajo crecimiento; generadores de pocos empleos, de mala calidad. Acostumbrados a no esperar, a que cada año era mejor, muchos creyeron que podían seguir endeudándose. Arrellanados en la primera revolución, millones no percibieron que marchaban de vuelta a la incertidumbre y la pobreza. Al descubrirlo, se enrabiaron, estallaron; los poderes políticos y económicos se hundieron en el desprestigio. En eso estaban cuando cayeron las bíblicas 7 plagas de la pandemia.
Hoy vivimos la búsqueda de una revolución que detenga la rodada al pasado y garantice un futuro mejor. Izquierdas, centros y derechas se renuevan o envejecen empujadas por la realidad. Entre ellos hay encandilados con revoluciones súbitas, donde no habría que esperar. Se equivocan. Los cambios democráticos con apariencia de lentitud, son siempre más rápidos.
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