Los clérigos del Estado
Por César Barros, economista
Resulta curioso que, sin mayor base, se pontifique sobre el deber del Estado, vía políticas sectoriales, de hacer de Chile una economía más compleja y con innovaciones “de punta”.
El “progresismo” tiene una extraña fe en el Estado, no solamente como administrador. También como probo, sabio y justo. Es tanta su fe en la sabiduría infinita del Estado, que quiere agregar a sus mal cumplidas tareas actuales, algunas nuevas: dirigir la innovación y el grado de complejidad de la economía chilena. Como si el ejemplo de las armadurías de autos de Arica y los televisores Bolocco no hubieran existido. Las universidades creen que la innovación se logra con más fondos del Estado para la investigación universitaria. Los burócratas también aplauden, y cómo no: siempre el Estado se queda con buena parte en la uña, a veces con todo (¿el royalty minero no era solo para financiar la innovación?).
La verdad es muy diferente. Bill Gates ni siquiera terminó la universidad, y no necesitó del Estado. Steve Jobs tampoco. Ni Elon Musk o Mark Zuckerberg. Y en el siglo XX funcionaron con su propia fuerza Nelson D. Rockefeller, JP Morgan, Henry Ford y Edison, formadores de imperios como los de ahora, y les dieron diversidad y complejidad a sus economías, y también a otras.
Lo que impulsó esos desarrollos -antiguos y nuevos- fue el derecho de propiedad, las patentes y un mercado abierto y competitivo. Proteger sus ideas del robo de terceros, y lograr que esas ideas fueran aceptadas por el mercado. En general, en el mundo “progre” se le da poca importancia a la protección de las patentes (de hecho, en el Frente Amplio hay un partido que quiere eliminar su pago), aunque sea ese sistema el que da retorno al inventor y a su esfuerzo.
Resulta poco creíble, que el Estado pueda señalar, con su dedo torpe e ineficiente, cual innovación es “caballo ganador” y cuál no lo es. Es como pensar que, en el estado de California, al pavimentar una calle en Mountain View y ponerle electricidad, de pronto apareciera ahí Google. El verdadero rol del Estado en la innovación es reforzar la propiedad intelectual y hacer su tramitación más sencilla, cobrarles menos impuestos a los emprendedores y promover la colaboración de las empresas con las universidades. Y esto tampoco es fácil, por la distancia que tienen esos dos mundos -particularmente- en Chile.
Una muy buena receta para matar la innovación es el socialismo y/o estatismo. Hacer innovación a través del Estado, con la Contraloría y la Cámara de Diputados encima, no es tarea fácil, y por eso nunca resulta. La innovación es un negocio muy riesgoso. De cien posibles ideas, solo triunfan unas pocas. Es también cara: son años de ensayos de prueba y error. Y adentro del Estado los errores se pagan caros: los investigan la Contraloría, el Parlamento y la prensa, porque son errores con la plata de todos. Entonces, para un burócrata no innovar es no correr riesgos. Si se equivoca lo echan y lo demandan. Si le apuntan, es gratis. No hay cómo equivocarse.
Por eso los socialismos caminaron siempre a la cola de la innovación, hasta que, por esa misma razón, desaparecieron. Pero el progresismo es incansable: sigue postulando que sin Estado no habrá ideas innovadoras, ni una economía más compleja. También se oponen a un sistema claro de protección a la propiedad intelectual (de ahí en parte su rechazo al TPP-11, al que incluso China quiere adherir).
Y respecto a “economías complejas”, vean cómo se descomplejizó Cuba, Venezuela y ahora Argentina. El socialismo -duro o blando- es la peor receta para la innovación. La prueba está a la vista.
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